La noche había cambiado de textura.
Risa lo supo incluso antes de abrir los ojos.
No fue un sueño lo que la despertó, sino una presión. Como si el aire del palacio se hubiese vuelto más denso, más atento. Las velas de su habitación aún ardían, pero sus llamas no eran estables: se inclinaban todas en la misma dirección, hacia la ventana cerrada.
Risa se incorporó despacio, llevándose una mano al pecho.
Su corazón latía con un ritmo que no era solo suyo.
—Otra vez… —susurró.
Desde hacía días —no, semanas— esa sensación regresaba en oleadas. No dolor. No miedo. Reconocimiento. Como si algo, en algún lugar, hubiese pronunciado su nombre sin voz.
Se levantó de la cama y caminó descalza hasta el espejo de plata pulida. Su reflejo la observó con una atención inquietante. Por un instante, creyó ver sombras moverse detrás de sus propios ojos.
Parpadeó.
Nada.
Pero cuando apoyó la palma contra el cristal, el espejo se agrietó solo en el centro, una fisura fina como un hilo de sangre.
Risa retiró