El cuerpo de Risa temblaba aún cuando la aurora comenzó a filtrarse por las torres rotas del Palacio de las Mareas.
La habían traído inconsciente desde el lago, envuelta en los restos chamuscados de un manto ceremonial que ahora parecía absorber la luz en lugar de reflejarla.
Noctara caminaba junto a la camilla, con los ojos hundidos y las manos manchadas de hollín, mientras Rhaziel abría el paso entre los guardias que no sabían si saludar o rezar.
El aire olía a hierro y azufre.
Cada piedra del palacio parecía recordar el temblor de aquella noche.
Las sombras murmuraban en los rincones, y los espejos —si se les miraba demasiado tiempo— devolvían rostros que no eran los propios.
Risa fue colocada sobre el lecho del ala oriental.
Su respiración era irregular, como si algo dentro de ella peleara por salir.
Noctara colocó un círculo de sal negra alrededor de la cama.
—No toquen el cuerpo —ordenó—. Todavía no sabemos quién duerme ahí.
Rhaziel se quedó a un lado, sin moverse, observando la