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El silencio se había convertido en mi única compañía, y no porque lo eligiera, sino porque temía lo que había dentro de mí. Esa fuerza que quemaba mi piel, que se desataba sin control, no era solo un poder; era una maldición que amenazaba con consumir todo a su paso. Por eso, me aislé. Me encerré en mi cuarto, lejos de la manada, lejos de Kael y de todos aquellos que podían salir heridos por mi culpa.

Las paredes de mi refugio eran testigos de mi lucha interna. Sentía que cada vez que me acercaba a alguien, una sombra invisible me arrastraba hacia abajo, hacia un abismo de fuego y dolor. No quería contaminar a nadie más.

En esas noches solitarias, los sueños me visitaban con la voz de mi madre, con imágenes borrosas pero llenas de urgencia. La veía huyendo, con la mirada perdida, y escuchaba su susurro quebrado: “El Filo... no confíes... las marcadas son su arma”.

Despertaba con el corazón en la garganta, con el eco de esas palabras retumbando en mi mente. ¿Quién era El Filo? ¿Qué bus
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