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Primero fue una sensación tibia. Un cosquilleo constante que no desaparecía, como si alguien me hubiera dejado una huella de fuego en la piel. Pero no fue hasta que me acerqué al espejo, esa mañana gris y densa, que lo vi con claridad.

El símbolo.

El mismo que Kael lleva grabado en el centro de su pecho.

Solo que ahora estaba en mí. Bajo mi clavícula izquierda. Oscuro como tinta fresca y con un leve resplandor que no debería estar allí.

Mi cuerpo aún tenía rastros de la noche que compartimos, pero nada se comparaba al vértigo que me dio entender lo que significaba esa marca. Porque yo no la pedí. Yo no la acepté.

Y, sin embargo, allí estaba.

—Esto no puede ser real… —susurré al reflejo. Pero lo era. Dolorosamente real.

Me vestí en silencio, con movimientos torpes, como si mi cuerpo no terminara de reconocerme. Kael aún dormía, ajeno a mi ansiedad creciente. A mis latidos desbocados.

Caminé fuera de la cabaña sin mirar atrás. Lo necesitaba lejos. Aunque una parte de mí, traidora, lo si
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