No iba a quedarme mirando. No esta vez.
Ni esperando a que Kael me salvara. Ni temblando cada vez que alguien pronunciara la palabra “enemigo” como si yo fuera una pieza frágil de porcelana a punto de romperse.
Porque no lo era.
Había sangrado. Había caído. Había perdido. Y aún así, seguía en pie.
Así que cuando el sol apenas comenzaba a colarse entre los árboles del bosque, me presenté en el campo de entrenamiento con el cabello recogido, los puños vendados y esa mirada que Kael odiaba tanto: la de “no me detendrás”.
—¿Qué haces aquí? —la voz de Kael me golpeó antes que la brisa de la mañana.
—Entrenar. —No me molesté en mirarlo.
—No necesitas—
—Sí. Sí necesito. Necesito dejar de sentir que dependo de ti. De tu fuerza. De tus órdenes. De tus caprichos.
—¿Caprichos? —avanzó un paso, la mandíbula tensa como si contuviera una tormenta—. ¿Te parece un capricho protegerte?
—Lo que me parece es que cada vez que el mundo se desmorona, tú corres a cubrirme. Pero no soy una cría, Kael. No más