Khaled Al-Fayad observaba desde la galería del segundo piso, oculto tras una de las columnas de mármol que sostenían el techo abovedado. La mujer que acababa de llegar esperaba en el vestíbulo principal, mirando con asombro apenas disimulado la fuente central y los mosaicos que decoraban las paredes. Era joven —demasiado joven, pensó con disgusto— y vestía de manera sencilla pero inapropiadamente occidental: pantalones ajustados y una blusa de manga corta que dejaba ver más piel de la que cualquier mujer respetable mostraría en Alzhar.
Apretó la mandíbula. La agencia había cometido un error imperdonable. Él había solicitado una institutriz experimentada, preferiblemente británica o suiza, alguien con la discreción y formalidad que la posición requería. En cambio, le habían enviado a esta... muchacha. Mexicana, según le habían informado. ¿Qué sabría ella de las costumbres y tradiciones que sus hijos debían aprender?
Respiró hondo, ajustándose el turbante antes de descender por la escalera principal. Sus pasos resonaron contra el mármol, anunciando su presencia. La joven se giró inmediatamente, y Khaled pudo ver cómo intentaba componer su expresión, enderezando la espalda y alzando ligeramente la barbilla.
—Señorita Vega —dijo en un inglés perfecto, aunque con un marcado acento árabe—. Bienvenida a mi hogar.
No extendió la mano. No sonrió. La estudió con la misma frialdad con que evaluaría un contrato comercial desfavorable.
—Jeque Al-Fayad —respondió ella con una inclinación de cabeza—. Es un honor conocerlo. Gracias por esta oportunidad.
Su inglés era bueno, aunque con ese acento latino que suavizaba las consonantes. Khaled entrecerró los ojos, notando que, a pesar de su evidente nerviosismo, la joven sostenía su mirada. Pocas personas en Alzhar, hombres o mujeres, se atrevían a mirarlo directamente a los ojos.
—Sígame —ordenó, girándose sin esperar respuesta.
La condujo hasta una sala de reuniones más pequeña, decorada con sobriedad. Las ventanas altas dejaban entrar la luz del atardecer, proyectando sombras alargadas sobre la alfombra persa. Khaled tomó asiento tras un escritorio de madera oscura y le indicó con un gesto que se sentara frente a él.
—Debo admitir, señorita Vega, que no es lo que esperaba.
Mariana se sentó con la espalda recta, las manos sobre su regazo.
—¿Puedo preguntar qué esperaba exactamente, señor?
—Alguien con más experiencia. Alguien familiarizado con nuestras costumbres —respondió, sin molestarse en suavizar sus palabras—. Mis hijos necesitan estabilidad y disciplina, no... experimentación.
Un destello de algo —¿indignación, quizás?— cruzó el rostro de la joven, pero se desvaneció rápidamente bajo una expresión profesional.
—Tengo cinco años de experiencia como maestra de preescolar, señor. Y aunque reconozco que mi conocimiento de la cultura de Alzhar no es profundo, estoy aquí para aprender y adaptarme. Mi prioridad son sus hijos.
Khaled la observó en silencio. Sus ojos, de un castaño cálido, no se apartaban de los suyos. Había determinación en ellos, y algo más que no podía identificar.
—¿Habla árabe, señorita Vega?
—Algunas frases básicas. Estoy estudiando.
—¿Y qué sabe de nuestra religión? ¿De nuestras tradiciones?
—Lo suficiente para respetarlas —respondió con calma—. Y estoy dispuesta a aprender más.
Khaled se levantó abruptamente, caminando hacia la ventana. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos rojizos y dorados. Desde allí podía ver parte de los jardines del palacio y, más allá, las cúpulas doradas de la ciudad.
—Mis hijos son el futuro de esta familia —dijo sin volverse—. Amira tiene siete años. Faisal, cinco. Han perdido a su madre. No permitiré que su educación se vea comprometida por... incompatibilidades culturales.
Escuchó el suave sonido de la silla al moverse. Mariana se había puesto de pie.
—Señor, entiendo su preocupación. Pero le aseguro que mi compromiso es con el bienestar de sus hijos. No estoy aquí para imponer mis costumbres, sino para cuidarlos y educarlos según sus valores.
Khaled se giró lentamente. La luz del atardecer iluminaba el perfil de la joven, destacando la determinación en su rostro. Por un instante, algo se removió en su interior, un reconocimiento de la fuerza que emanaba de ella a pesar de su juventud.
—La agencia me informó que usted es viudo —continuó ella, con voz más suave—. Lamento su pérdida. Debe ser difícil criar a dos niños solo.
La mención de su difunta esposa tensó cada músculo de su cuerpo. Sus ojos se endurecieron.
—Mi situación personal no es relevante para su trabajo, señorita Vega —cortó secamente—. Limítese a sus funciones.
Un silencio incómodo se instaló entre ambos. Khaled volvió a su escritorio y extrajo una carpeta.
—Estas son las reglas de la casa —dijo, empujando el documento hacia ella—. Horarios, zonas permitidas, protocolos. Espero que los memorice y cumpla al pie de la letra.
Mariana tomó la carpeta y la abrió, pasando rápidamente la vista por las primeras páginas.
—¿Tengo prohibido salir del ala este sin escolta? —preguntó, frunciendo ligeramente el ceño.
—Es por su seguridad y la de mis hijos.
—¿Y debo vestir siempre con estas prendas dentro del palacio? —continuó, señalando una sección del documento.
—Es lo apropiado. No espero que use velo, pero sí ropa modesta y respetuosa de nuestras costumbres.
La joven cerró la carpeta y lo miró directamente.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Jeque Al-Fayad?
Él asintió secamente.
—¿Desconfía de mí porque soy mujer o porque no soy de aquí?
La pregunta lo tomó por sorpresa. Nadie en su círculo se atrevería a cuestionarlo de esa manera. Estudió su rostro, buscando signos de insolencia, pero solo encontró una genuina curiosidad mezclada con determinación.
—Ambas —respondió finalmente, sin pestañear.
Esperaba ver miedo, tal vez indignación o incluso lágrimas. En cambio, Mariana sostuvo su mirada con una calma que lo desconcertó.
—Entiendo —dijo ella simplemente—. Entonces tendré que demostrarle que se equivoca en ambas suposiciones.
Khaled no supo cómo responder a eso. Esta mujer, apenas más que una niña a sus ojos, lo desafiaba sin alzar la voz, sin perder la compostura.
—Conocerá a los niños mañana —dijo finalmente, dando por terminada la conversación—. Nasim le mostrará sus habitaciones y le explicará la rutina diaria.
Se dirigió hacia la puerta, dándole la espalda.
—Jeque Al-Fayad —lo llamó ella antes de que saliera.
Él se detuvo, pero no se giró.
—Gracias por la oportunidad. No lo decepcionaré.
Sin responder, Khaled abandonó la habitación. Sus pasos resonaron por el pasillo mientras su mente repasaba el encuentro. Había algo en esa joven que lo inquietaba. No era solo su belleza —que, aunque intentara negarlo, había notado de inmediato— sino esa mezcla de vulnerabilidad y fortaleza. Como si fuera agua y fuego al mismo tiempo.
Sacudió la cabeza, irritado consigo mismo. La señorita Vega era solo una empleada temporal. Una occidental que probablemente contaría los días para regresar a su país. No merecía ni un minuto más de sus pensamientos.
Sin embargo, mientras se dirigía a sus aposentos, la imagen de aquellos ojos castaños desafiándolo seguía grabada en su mente. Y por primera vez en mucho tiempo, Khaled Al-Fayad sintió que algo en su ordenado mundo comenzaba a tambalearse.