UNA PROMESA VACÍA

La primera vez que la vi en el hospital, algo en mi pecho se detuvo por un segundo. Llevaba el uniforme blanco impecable, ceñido justo lo suficiente para delinear las curvas generosas de su cuerpo: caderas anchas y voluptuosas que se movían con una seguridad natural, un busto pleno que tensaba ligeramente la tela sin ser ostentoso, todo en ella gritaba feminidad sin esfuerzo. Su cabello castaño medio, largo y semi ondulado, estaba recogido en una coleta alta que dejaba al descubierto el cuello delicado y algunos mechones rebeldes que caían sobre su rostro como si se negaran a ser contenidos.

Pero fueron sus ojos los que me atraparon de inmediato: marrones profundos, intensos, con esa frialdad profesional que parecía una barrera impenetrable, como si guardaran secretos que nadie tenía permiso de tocar. Y luego esos labios carnosos, llenos, que se curvaban apenas cuando hablaba con alguien, prometiendo una calidez que contrastaba con su distancia.

Todos sus compañeros la miraban con admiración, con respeto genuino. Era evidente que era buena en lo que hacía, que mandaba sin alzar la voz. Yo, en cambio, no podía apartar la vista. Había algo magnético en ella, en la forma en que caminaba: segura, pero siempre un paso atrás de los demás, como si hubiera aprendido a protegerse de quemaduras rodeada de fuego constante.

La conocí porque papá me pidió que lo acompañara a una junta médica. Ella estaba allí, inclinada sobre un expediente, completamente concentrada, ignorando el mundo a su alrededor. Cuando papá le habló, levantó la vista despacio y sonrió con amabilidad. Esa sonrisa... Dios, esa sonrisa iluminó sus labios carnosos de una manera que hizo que mi pulso se acelerara. Por un instante, esa barrera fría se agrietó, y vi un atisbo de algo suave, humano, detrás de esos ojos marrones. Y supe, en ese preciso momento, que quería volver a verla sonreír así. Dirigida a mí.

No lo supe entonces, pero en ese instante me jodí.

Desde ese día, no dejé de pensar en ella. Busqué cualquier excusa para pasar por el área de urgencias, solo para verla. A veces me miraba con cortesía, otras ni siquiera notaba mi presencia. Y cuando me atrevía a invitarla a salir, me respondía con la misma frase seca:

—No salgo con niñitos señor Green. Eres el hijo de mi jefe, cualquier relación entre tu y yo está prohibida.

“Señor Green”.

Nunca nadie me había puesto en mi lugar siempre he estado acostumbrado a obtener todo lo que quiero.

Me gustaba esa fuerza que tenía. Me irritaba, pero me gustaba. No era como las demás mujeres que buscaban mi apellido o mi dinero. Ella no me necesitaba. Y eso me desesperaba, porque yo sí la necesitaba a ella.

Durante años lo intenté. Flores, cenas, regalos… nada la conmovía. Catalina siempre mantenía la distancia, siempre con esa compostura que me hacía sentir como un crío intentando impresionar a una reina.

Hasta que, ayer todo se vino abajo. Entré al despacho de mi padre y lo encontré pálido, exhausto, con la mirada perdida. Me dijo que estaba enfermo, que su tiempo se acababa… y que había tomado una decisión importante.

No imaginé que su “decisión” sería pedirle matrimonio a Catalina.

Sentí que el mundo se me desmoronaba.

Al principio pensé que era una broma. Pero él lo dijo con tanta seriedad, con tanta determinación, que no tuve dudas.

Ella… la mujer que yo había amado en silencio, la que me había rechazado una y otra vez, iba a convertirse en la esposa de mi padre.

No sé qué me dolió más: si la traición de ella o la humillación de él.

Porque papá sabía lo que yo sentía. Lo sabía, maldita sea. Y aun así lo hizo.

Desde entonces, la rabia me consume. Me cuesta respirar cuando los imagino juntos. Me arde la sangre con solo pensar en que ella, esa mujer por la que yo hubiera dado todo, va a llevar el apellido Green… no por mí, sino por él.

Siento odio, sí. Pero también siento algo peor: celos. Celos de un hombre moribundo, de mi propio padre, porque consiguió lo que yo jamás tuve.

Me repito una y otra vez que ella es una manipuladora, una cazafortunas, una arribista… pero en el fondo, sé que no lo creo del todo.

Porque si realmente lo fuera, no me dolería tanto.

No me dolería verla en sus brazos, no me dolería imaginarla diciendo que sí.

Y mientras más intento odiarla, más me hundo.

Más la deseo.

Más la desprecio.

Más me duele.

Seguí conduciendo con la garganta seca y un vacío que me carcomía por dentro. No recuerdo haber conducido hasta el centro. No recuerdo los semáforos, ni el tráfico, ni siquiera cómo llegué a la joyería. Solo recuerdo el ruido en mi cabeza. Un zumbido constante. Como si alguien hubiese encendido un taladro en mi pecho y no pudiera apagarlo.

Empujé la puerta de vidrio y el sonido de la campanilla me devolvió a la realidad. El lugar olía a perfume caro y a desesperación.

—¿Puedo ayudarlo, señor? —preguntó una mujer de cabello rubio detrás del mostrador.

Asentí sin mirarla. Mis manos temblaban.

—Quiero un anillo —dije.

—¿Algún modelo en especial?

—El primero que vea.

Ella arqueó una ceja, sorprendida, pero obedeció. Abrió una vitrina y sacó una caja de terciopelo azul. Dentro, un anillo de oro blanco con un diamante solitario brilló bajo la luz. No era grande, ni extravagante. Pero en ese momento no importaba.

—Ese —murmuré.

Mientras la mujer envolvía el anillo, yo sentía cómo la rabia y la desesperación se mezclaban dentro de mí, formando una masa densa que me oprimía el pecho. No sabía qué estaba haciendo. No tenía un plan. Solo quería hacer algo, lo que fuera, antes de perder la cabeza.

Pagó mi tarjeta sin que me importara el monto. Salí de la joyería con la caja en el bolsillo y la respiración entrecortada. Afuera llovía. Las gotas golpeaban el pavimento con fuerza, como si el cielo también quisiera descargar su furia.

Encendí el motor del coche y conduje sin rumbo. Hasta que, sin pensarlo, giré hacia la calle donde vivía Paulina.

Paulina… una de las tantas distracciones que había usado para tapar el agujero que Catalina me dejó. Dulce, siempre disponible, siempre intentando entenderme. De todas las mujeres con las que intenté anestesiarme, ella era la única que no fingía nada, la única que se mostraba tal cual era: honesta, vulnerable, humana.

Y aun así, jamás logró llenarme.

Nadie lo hizo.

Pero en ese momento, con el pecho en llamas y la mente destruida, me aferré a lo único que parecía tangible: alguien que al menos no mentía cuando decía que me quería.

Toqué el timbre. La puerta se abrió y Paulina apareció envuelta en una bata de satén. Tenía los ojos hinchados —había llorado, seguramente por mis desapariciones, por mis silencios, por mis huidas constantes—.

—¿Viktor? —susurró—. ¿Qué haces aquí?

—Necesitaba verte —respondí.

Entré sin pedir permiso. Ella cerró detrás de mí. El apartamento olía a café, a vainilla… a estabilidad. A un hogar que yo nunca había querido construir, pero que ahora, en medio del derrumbe, parecía la única tabla de salvación.

—¿Estás bien? —preguntó, acercándose con cautela.

—No —admití—. No lo estoy.

Mis dedos temblaron al sacar la caja azul del bolsillo. Ella se quedó inmóvil. Pude sentir su respiración romperse.

—Viktor… ¿qué es eso?

Abrí el estuche. El diamante capturó la luz del pequeño salón, igual que la esperanza que iluminó sus ojos. Esa chispa me golpeó más fuerte que cualquier rechazo, cualquier grito, cualquier golpe emocional. Porque era real. Ella sí era real. Ella sí estaba aquí.

—Paulina —murmuré, con la garganta hecha un nudo—. Cásate conmigo.

Se cubrió la boca, temblando.

—¿De verdad… lo dices en serio?

Asentí. Aunque la verdad era que ni yo entendía qué estaba haciendo.

Quizás quería demostrarle algo a mi padre. O tal vez quería destruir lo que sentía por Catalina.

Lo cierto era que no sabía que deseaba. Tal vez intentaba salvarme, o era solo otro intento desesperado por dejar de sentir.

—Sí —dije, obligándome a creerlo—. Cásate conmigo. Cuando quieras. Solo di que sí.

Sus lágrimas rodaron de inmediato mientras me abrazaba con fuerza.

—Pensé que nunca… que nunca me verías como algo más —sollozó—. Que solo era… un pasatiempo para ti.

Sus palabras cayeron como piedra. Porque tenía razón.

Lo había sido.

Un escape entre muchos.

La única diferencia es que ella siempre me había dicho la verdad.

Y yo… jamás le di nada auténtico a cambio.

Le puse el anillo en el dedo. Sus manos temblaban de felicidad. Las mías temblaban por el peso de mi propia mentira.

Ella me besó, sus labios mojados por lágrimas. Intenté responder. Intenté sentir algo.

Pero dentro de mí no había espacio para nada más que rabia y vacío.

Sobre todo vacío.

Se separó, sonriendo entre lágrimas.

—Te amo, Viktor.

Mentí.

—Yo también.

Y esa mentira me atravesó como una daga. Era la confirmación de que estaba usando a una mujer buena para tapar un dolor que no podía nombrar.

Nos sentamos en el sofá. Ella empezó a hablar de sueños, planes, su futura boda… yo no escuchaba nada. Mi mente estaba en otro lugar, atrapada en el despacho de mi padre, viendo su mano sobre la de Catalina, apropiándose de lo único que alguna vez quise de verdad.

Las palabras de Paulina se convirtieron en ruido blanco.

Hasta que entendí algo:

Estaba destruyendo la vida de una mujer inocente.

Estaba permitiendo que mi dolor me convirtiera en alguien peor que mi propio padre.

Me levanté de golpe.

—Necesito aire.

—¿Viktor? ¿A dónde vas? —preguntó, alarmada.

—Solo… necesito pensar.

Salí antes de que pudiera agarrarme del brazo.

El pasillo frío me golpeó como un balde de agua. Pero no limpió nada.

No aclaró nada.

Solo confirmó una verdad que quemaba:

Era un cobarde.

Un hijo resentido.

Un hombre que acababa de pedir matrimonio sin amor.

Y Catalina seguía allí, clavada en mi pecho como un puñal imposible de arrancar.

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