Mundo ficciónIniciar sesiónPov Catalina
No soporté quedarme un minuto más en casa.
Después del enfrentamiento con Viktor, necesitaba respuestas. No podía permitir que todo se saliera de control, no otra vez.
Conduje hasta el hospital con las manos temblando sobre el volante, intentando calmar la furia y el miedo que me devoraban por dentro.
Larry Green había cruzado una línea… y yo no estaba dispuesta a quedarme callada.
Cuando llegué, subí directo a su oficina. La secretaria intentó detenerme, pero ni siquiera la escuché. Abrí la puerta de golpe, sin anunciarme.
Larry estaba de pie junto a la ventana, mirando la ciudad. Tenía el teléfono en una mano y una copa en la otra.
—Tenemos que hablar —dije con voz firme.
Se giró despacio, como si hubiera estado esperándome.
—Vaya, qué coincidencia —murmuró con un deje de ironía—. Justo estaba pensando en ti.
—¿Le dijiste algo a Viktor? —pregunté sin rodeos.
—Solo la verdad —respondió, con una tranquilidad que me enfureció—. Que te respeto, que te valoro… y que serás mi esposa.
—¡No diga eso! —exclamé, acercándome un paso—. No voy a casarme con usted, Larry. No puede obligarme.
Él sonrió apenas, esa sonrisa cínica que me helaba la sangre.
—Claro que puedo.
—No, no puede —repliqué, temblando, pero sin bajar la voz—. No soy una pieza de su imperio. No soy su empleada ni su salvación. Ya pasé por un infierno una vez, y no voy a volver a vivir bajo el control de un hombre.
Por un segundo, algo en su mirada se ablandó. Luego, sin decir nada, dejó la copa sobre el escritorio y sacó su teléfono del bolsillo.
—Entonces, supongo que no te importará si hago una llamada.
Lo observé con el corazón acelerado.
—¿Qué llamada?
Él deslizó el dedo sobre la pantalla y giró el teléfono hacia mí.
En la pantalla había un número. Un nombre.
Dominic.
Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo.
—No… —susurré, retrocediendo un paso.
—Con una sola llamada —dijo con voz baja y calculada—, sabrá exactamente dónde estás. Y créeme, Catalina, él no ha dejado de buscarte.
Las lágrimas me nublaron la vista, pero me negué a derrumbarme frente a él.
—¿Por qué hace esto? —pregunté, la voz quebrada—. ¿Qué gana con destruirme?
Larry suspiró y se acercó lentamente, apoyando las manos en el escritorio.
—No quiero destruirte, Catalina. Quiero que entiendas. Si me ayudas, si te casas conmigo, tu hija estará a salvo, tu vida seguirá intacta… tendrás poder, estabilidad, protección. Pero si me das la espalda, todo eso desaparecerá.
Lo miré con repulsión.
—Eso no es protección —dije con rabia contenida—. Es chantaje.
—Llámalo como quieras —respondió con frialdad—. Pero al final, tendrás que decidir qué vale más para ti: tu orgullo… o la seguridad de tu hija.
Me quedé en silencio. La respiración me temblaba, el corazón me golpeaba las costillas con fuerza. Quería gritarle, escupirle todo el dolor que me había causado con solo pronunciar ese nombre.
Pero no lo hice.
Lo miré a los ojos y le respondí con la voz más firme que pude reunir:
—Usted puede tener dinero, poder, contactos… pero no me doblegará. No esta vez.
Me giré hacia la puerta, con las lágrimas ardiendo en los ojos.
—Y si se atreve a llamarlo… juro que lo arrastraré conmigo al infierno.
No esperé su respuesta.
Salí de esa oficina sabiendo que acababa de declararle la guerra a un hombre que no conocía límites.
Y que, de algún modo… Dominic volvería a mi vida.
Corrí escaleras abajo. No pensé en ordenar mis pensamientos —no había tiempo para nada más que encontrar a Blanca.
Su despacho estaba al final del corredor, la puerta entreabierta como lo dejaba siempre. Toqué sin pensar y empujé. Blanca estaba sentada en su silla giratoria, el rostro pálido, los ojos grandes y expectantes; al verme, su expresión cambió en un parpadeo, como si hubiera esperado que me desvaneciera en cualquier momento y por suerte eso no ocurrió.
—Cata —dijo en un suspiro antes de levantarse—. ¿Qué pasó? Te ves... ¿estás bien?
No conseguí responder con palabras al principio; la rabia y el miedo se habían enredado tanto en mi garganta que solo salían sollozos cortos, rasgados. Di un paso y me lancé hacia ella, agarrándola del cuello de la bata como si fuera la única tabla a la que aferrarme en medio de una marea. Me colapsé sobre su pecho, llorando como no lo había hecho en años: sin pudor, sin medida.
Blanca me rodeó con los brazos y me apretó, y por un segundo, mientras su corazón latía contra mi mejilla, me permití hundirme en esa seguridad como quien se deja caer en una cama después de una vida de dormir en el suelo. Sus manos eran firmes y cálidas; su olor era a jabón y a té de manzanilla. Todo eso me ancló.
—Cuéntame —susurró acariciando mi pelo, con esa voz que usaba cuando atendía a un paciente en shock—. Respira. Catalina, respira.
Respiré porque su orden era una cuerda tendida. Entre sollozo y sollozo le conté, atropelladamente, lo que había pasado con Larry: las palabras de amenaza, la pantalla con el nombre de Dominic, el chantaje, la promesa de que, si me negaba, Dominic me encontraría. Hablé de la furia que me subía por las venas y de la sensación de impotencia que me dejó helada. Le hablé de la decisión que había tomado al marcharme de la oficina: declarar la guerra. Cada detalle salió como una ráfaga de vidrio roto.
Blanca me escuchaba en silencio, con los ojos llenos de una mezcla que no pude descifrar al principio: rabia contenida, preocupación, y algo que no era solo amistad sino una devoción que me hizo querer llorar otra vez. Cuando terminé, ella me miró a los ojos, con esa claridad que siempre tenía cuando había que tomar decisiones difíciles.
—No estás sola —dijo, y su voz se endureció con determinación—. Ni por un minuto. Nadie tiene derecho a amenazarte ni a poner en riesgo a tu hija.
Me separé un poco para mirarla mejor. Sus manos me guiñaban señales de calma; su rostro mostraba la línea marcada de la indignación que compartía conmigo.
—Voy a arreglar esto —añadí, aunque la flaqueza en mi voz aconsejaba lo contrario.
—Primero respira —replicó ella—. Segundo, vamos a proteger a Willy y a ti. Tercero, no vas a luchar sola contra Larry ni contra nadie. Te ayudo a pensar, a planear, a llamar a quien sea necesario. ¿Entiendes?
Asentí, aferrándome a esa promesa como quien encuentra una brújula en la oscuridad. Por un instante, el peso que sentía en el pecho disminuyó, no porque el peligro hubiera desaparecido, sino porque ahora llevaba alguien más conmigo en la carga.
—¿Y Dominic? —preguntó Blanca con cuidado, como si pronunciar su nombre pudiera despertar a un monstruo—. ¿Qué sabemos de él? ¿Tiene aliados? ¿Puede realmente encontrarte tan fácil?
Lo peor de todo era que no lo sabía. Le conté lo poco que sabía: rumores, piezas sueltas, la sensación de que en algún lugar alguien movía fichas para controlar mi vida. Blanca frunció el ceño y, sin perder un segundo, sacó su teléfono.
—Voy a llamar a mi hermano —dijo—. Tiene contactos. Necesitamos que alguien haga un rastreo de esa llamada y que te oriente sobre medidas legales.
La rapidez con la que organizó el asalto me dio fuerzas. Me sentí menos frágil, más capaz. Blanca me ofreció un pañuelo y, con manos firmes, secó mis mejillas.
—No voy a dejar que vuelvan a quitarte la vida —murmuró—. Te lo prometo.
La palabra promesa de Blanca tenía peso de juramento. La observé y, por primera vez desde que salí de la oficina de Larry, no sólo vi miedo: vi una posibilidad de batalla en la que podía ganar algo más que tiempo. Vi una amiga que no se iba a rendir.
Me aferré a ella otra vez, pero esta vez mis lágrimas vinieron acompañadas de una resolución distinta. No era la desesperación la que me guiaba, sino una furia lúcida, temperada por la certeza de que ahora, aunque Dominic volviera, no sería arrastrado al infierno sola. Blanca y yo íbamos a enfrentarlo juntas.







