La primera vez que la vi en el hospital, algo en mi pecho se detuvo por un segundo. Llevaba el uniforme blanco impecable, ceñido justo lo suficiente para delinear las curvas generosas de su cuerpo: caderas anchas y voluptuosas que se movían con una seguridad natural, un busto pleno que tensaba ligeramente la tela sin ser ostentoso, todo en ella gritaba feminidad sin esfuerzo. Su cabello castaño medio, largo y semi ondulado, estaba recogido en una coleta alta que dejaba al descubierto el cuello delicado y algunos mechones rebeldes que caían sobre su rostro como si se negaran a ser contenidos.Pero fueron sus ojos los que me atraparon de inmediato: marrones profundos, intensos, con esa frialdad profesional que parecía una barrera impenetrable, como si guardaran secretos que nadie tenía permiso de tocar. Y luego esos labios carnosos, llenos, que se curvaban apenas cuando hablaba con alguien, prometiendo una calidez que contrastaba con su distancia.Todos sus compañeros la miraban con adm
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