Nunca me gustaron los tratos que llegaban con una sonrisa falsa. Ni los que se ofrecían en bandejas de plata, como si mi voluntad pudiera envolverse con un lazo de terciopelo.
Y, sin embargo, allí estaba. Frente a mí. Una oferta tan elegante y pulida como un diamante... con olor a sangre.
La sala de reuniones del ala oeste de la mansión estaba bañada por una luz mortecina, el tipo que parecía saborear el drama. El señor Damiani, un emisario de una de las familias rivales —o aliadas, según el día— me había hecho una propuesta “beneficiosa” para ambas partes.
—La seguridad de tu territorio a cambio de una alianza temporal —dijo, como si fuera la solución más razonable del mundo. Como si el precio no fuera mi libertad.
Yo no respondí de inmediato. Solo crucé las piernas lentamente, sosteniendo su mirada con la mía. Me gustaba que los hombres como él se incomodaran en mi presencia. Era casi un deporte.
—¿Y esa “alianza temporal” implica que yo me calle mientras tú manejas el tráfico por m