El frío de la madrugada se colaba hasta mis huesos, pero no me importaba. La adrenalina que corría por mis venas era suficiente para mantenerme alerta y despierta. El reloj marcaba las tres, y yo caminaba con paso firme hacia el lugar que Alessio me había indicado: un viejo almacén abandonado a las afueras de la ciudad, lejos de miradas indiscretas y teléfonos rastreables.
Cada sombra me parecía un enemigo, cada crujido del suelo, una señal de peligro. No podía permitirme un error, menos ahora que las piezas empezaban a encajar y las amenazas se volvían reales. Lo que hacía apenas semanas parecía un juego, ahora era una lucha a vida o muerte.
Alessio ya me esperaba, recargado contra una columna de concreto, con esa sonrisa ladeada que parecía un desafío y una promesa a la vez. No podía evitar que mi corazón se acelerara al verlo. Había algo en él, en esa mezcla de peligro y cercanía, que me desarmaba a cada encuentro clandestino.
—Llegas justo a tiempo —me dijo, con la voz grave, acer