El reloj de pared marcaba las siete de la tarde cuando entró mi madre en mi habitación con esa expresión de hierro pulido que siempre advertía que no traía buenas noticias. Su paso firme y su mirada fija me atravesaron antes de que pronunciara una sola palabra.
—Isabella —dijo, con la voz grave y sin espacio para protestas—. En una semana anunciarás oficialmente tu boda con Roberto. No habrá más retrasos ni excusas.
Me quedé paralizada, como si esas palabras hubieran sellado un destino del que no podría escapar.
—¿Una semana? —pregunté, con la voz quebrada—. Pero, ¿y si…?
—No hay “si” que valga —me interrumpió con un gesto frío—. La familia necesita estabilidad, y tú eres la llave para conseguirla. No hay lugar para dudas ni distracciones.
El silencio se extendió entre nosotras, pesado, sofocante. En ese instante comprendí que no solo era un ultimátum, sino una cadena invisible que me ataba a un futuro que no deseaba.
Me encerré en mi habitación, el aire denso de ansiedad envolviéndom