El polvo se me metía en la nariz y en el alma.
Estaba sentada en el suelo del despacho de mi padre, ese que había permanecido cerrado con llave desde su muerte, como si fuese un mausoleo. Los rayos del sol se filtraban por las persianas entrecerradas, proyectando líneas doradas sobre las alfombras persas y los muebles de roble oscuro. Cada rincón olía a cuero, a papel antiguo, a secretos. Secretos que, por fin, tenía el valor de desenterrar.
Era un impulso que no pude contener. Anoche soñé con él. Con papá. Me decía: "La verdad está en lo que nunca te mostré."
Y yo, como si fuese una señal, hoy metí la llave en la cerradura con manos temblorosas y el corazón en la garganta.
—¿Qué me ocultabas, papá? —susurré, como si él pudiera responder desde alguna dimensión paralela.
Había cajas. Carpetas. Cajones con doble fondo que no sabía que existían. Y dentro de todo eso, una línea invisible de tiempo comenzaba a dibujarse entre fechas, nombres y miradas escritas en tinta.
Cerré los ojos y pa