El pasillo de la unidad de cuidados intensivos estaba frío, saturado por el olor a antiséptico y la luz blanca y dura. Dimitrix caminaba de un lado a otro; su impecable traje ahora parecía una jaula. Cada paso resonaba con su desesperación, el miedo a perder a la única persona que realmente le importaba.
Isabella estaba sentada en una de las sillas de plástico, el rostro hundido entre las manos. Su propio luto por su madre aún era reciente, y el temor por la abuela la había sumido en un agotamiento emocional absoluto.
—Dimitrix, por favor, ¿puedes sentarte? —dijo Isabella, levantando la vista. La súplica era genuina, cargada de nerviosismo—. Me tienes histérica.
Dimitrix se detuvo, su mirada se posó sobre ella con una frialdad hiriente, una que no había usado ni siquiera en el pico de su resentimiento. Su dolor lo había convertido en un depredador que buscaba una víctima.
—Me imagino que debes de estar feliz —escupió.
Isabella lo miró con auténtico asombro. La acusación era tan cruel,