La imponente mansión Varallo estaba sumida en una serenidad inquieta al caer la noche. En el despacho, las luces se habían apagado hace un par de horas. En la sala de estar, sin embargo, la atmósfera era de cálida espera. Isabella y la abuela estaban sentadas juntas, el silencio entre ellas salpicado por el tic-tac de un reloj de pie antiguo.
Isabella vestía un sencillo pero elegante vestido de seda oscura, una elección deliberada para honrar el luto reciente, pero adecuada para el ambiente familiar. La abuela le había estado contando anécdotas de la infancia de Dimitrix, llenando los vacíos que el propio Dimitrix se negaba a colmar.
—Ya debería estar por llegar, ¿verdad? —preguntó la abuela, mirando la hora con impaciencia.
—Sí, abuela. Me dijo que no se demoraría —respondió Isabella, con una sonrisa forzada.
La verdad era que Isabella estaba nerviosa. Había pasado la tarde desempacando, y aunque la casa era un palacio, se sentía como una prisión dorada. Esperar a Dimitrix, sabiendo