Después de varios días de viaje, Dimitrix, Isabella y la abuela por fin llegaron a la ciudad. El auto avanzó despacio por la elegante avenida que conducía a la mansión familiar, un lugar repleto de historia, tradiciones y recuerdos. Isabella, sentada junto a la abuela en el asiento trasero, sentía cómo el estómago se le encogía con cada metro que los acercaba. Miró por la ventanilla, viendo los altos muros, los jardines perfectamente cuidados y el portón de hierro forjado que se abrió con solemnidad para recibirlos.
Dimitrix, como siempre, mantenía el rostro sereno, aunque en sus ojos se leía la determinación de quien sabe que debe imponerse. Él mismo ayudó a bajar a la abuela, quien caminaba con dignidad, y luego a Isabella, que respiró hondo antes de seguirlos. Se adentraron juntos en el recibidor, donde el eco de sus pasos resonaba bajo la lámpara de araña y las paredes cubiertas de retratos familiares.
Apenas cruzaron el umbral, apareció Óscar, el hijo de la abuela y tío de Dimitr