El sol de la mañana se filtraba tímidamente por las cortinas de seda de la habitación principal. La noche había sido una tortura silenciosa. Isabella y Dimitrix habían compartido la cama, separados por una línea invisible de almohadas y resentimiento. Habían dormido, o fingido hacerlo, en un tenso silencio, la lencería burdeos de Isabella guardada bajo llave como un secreto sucio.
Isabella despertó primero. Vio a Dimitrix ya de pie, vestido con una camisa inmaculada, abotonando los puños con la precisión de un autómata. El aire entre ellos era glacial.
—¿Estás seguro de que quieres que yo vaya a ese viaje? —preguntó Isabella, su voz baja, intentando reabrir la negociación.
Dimitrix ni siquiera la miró, terminando de ajustar su reloj de pulsera.
—Ya lo hablamos anoche. No empieces con lo mismo. La abuela espera que vayamos juntos.
La frialdad de su respuesta cortó cualquier intento de protesta.
—Iré a ver a la abuela. Te espero en la sala.
Dimitrix salió de la habitación sin una mirada