Punto de vista de Eva
Me detuve un instante en el umbral, vacilante, con el corazón golpeando erráticamente contra mi pecho. Max permaneció sentado en el sofá con una expresión gélida, clavando en mí aquella mirada tan fría. En su mano sostenía un vaso de whisky, a pesar de que apenas amanecía.
—Siéntate. —ordenó con un tono cortante y autoritario.
No quería hacerlo, todo mi ser gritaba que escapara, que me alejara de ese hombre, pero mis piernas avanzaron por sí solas hasta la silla frente a él. Me senté despacio, guardando toda la distancia posible, con la espalda rígida y las manos tensas sobre mi falda. El dolor de mi cuerpo me recordaba constantemente lo sucedido, cómo me había arrebatado mi dignidad, pero me esforcé por ignorarlo.
Bebió de su vaso y lo dejó sobre la mesa; el golpe del cristal contra la madera quebró el denso silencio.
—Hay que poner reglas claras si vamos a vivir juntos —dijo Max con voz helada y sin rastro de compasión—. Este matrimonio no va a funcionar si no conoces tu lugar.
—¿Qué reglas? —pregunté, con una voz apenas audible. Temía sus palabras, pero necesitaba oírlas para entender la profundidad de mi pesadilla.
Max se inclinó y dejó su vaso sobre la mesa, mirándome con el ceño fruncido. —Primera regla: No me cuestiones nunca, soy tu esposo y tu dueño, así que harás lo que yo te diga. Sin peros, sin resistirte.
Apreté mis manos hasta clavar las uñas en mis palmas. Quería gritarle, rechazar someterme a él, pero después de todo lo ocurrido, el miedo me silenció.
—Segunda regla —continuó con tono cortante—. No vas a contarle a nadie lo que pase entre nosotros, ni a tus amigos, ni a la servidumbre, a nadie. Lo nuestro se queda entre nosotros.
Sentí el espacio cerrarse a mi alrededor con cada palabra suya, me estaba atrapando sin dejarme una ruta de escape, por lo que mi garganta se tensó, pero guardé silencio.
—Y tercera —la voz de Max bajó de tono mientras su mirada se oscurecía con algo que me hizo temblar—, vas a portarte como toda una esposa modelo cuando estemos en público. Que nadie note que algo anda mal entre nosotros. Sonreirás, serás amable y harás todo lo que se espera de la esposa de Maximiliano Graves. ¿Me explico?
Sentí las lágrimas quemar mis ojos, pero solo pude asentir en silencio.
—Bien. —dijo, reclinándose en su asiento. Su expresión se suavizó levemente, como si diera el asunto por zanjado y mi sumisión lo complaciera.
Mis manos temblaban mientras me clavaba las uñas para contener el llanto. Su frialdad no era sorpresa, pero oírlo ser tan directo me causó un dolor indescriptible.
—¿Y lo de anoche? —pregunté con voz quebradiza, esforzándome por parecer serena—. ¿También entra en tus reglas?
Por un instante, algo destelló en sus ojos, pero se esfumó antes de poder identificarlo. Se inclinó hacia mí, apoyando los codos en sus rodillas, con una mirada dura y amenazante. —Anoche fue un error. Bebí demasiado y tú estabas ahí. No me eches la culpa si no sabes comportarte cuando te metes donde no te llaman y me provocas.
Quedé boquiabierta, atónita ante su acusación. —¿Provocarte? Yo no...
—¿Tú no qué? —espetó, interrumpiéndome—. ¿No querías casarte? ¡Pues yo tampoco, Eva! Y mírame, aquí estamos, metidos en este lío porque tu familia busca contratos y poder, y mi abuelo me obligó. ¿Crees que eres la única que la está pasando mal? No eres tan especial.
Sentí mis mejillas arder y el pulso acelerado. ¿Cómo se atrevía a culparme de sus actos? ¿Cómo podía pretender que lo de anoche fue un simple accidente, una consecuencia de nuestra situación?
Yo rechazaba ese matrimonio tanto como él; nunca quise compartir mi vida con alguien tan despreciable.
—A mí tampoco me preguntaron si quería esto —repliqué con la voz entrecortada por la rabia y frustración—. Pero eso no te da derecho a...
—¿A qué? —Su voz se volvió más fría—. ¿A tratarte como la niña patética que eres? ¿A tomar lo que es mío? Ahora eres mi esposa, Eva. Te guste o no, eres mía. Tu cuerpo, tu mente, tu vida... todo me pertenece. Solo tomé lo que era mío, Eva.
Ahogué un grito. Mi sangre ardía al recibir sus insultos en lugar de una disculpa. Era hora de defenderme. —No soy tu posesión, Max. Soy una persona. Tengo sentimientos, y lo que me hiciste...
—No es nada —me interrumpió de nuevo—. Estás exagerando. Te haces la víctima cuando solo te puse en tu lugar. Naciste para esto, para ser la esposa de alguien, el instrumento de alguien. Tú elegiste esta vida al quedarte callada todos estos años, haciendo lo que tu padre y tu madrastra te decían.
Mi cuerpo temblaba por la rabia mientras luchaba por contener las lágrimas. —No sabes nada de mí, ni por lo que he pasado.
—No me importa —replicó con su habitual frialdad—. Ya estás aquí y vas a hacer lo que yo diga. Si te pasas de lista o me desafías, te juro que haré tu vida mucho peor de lo que ya es. ¿Me entiendes?
Lo miré fijamente con el pulso acelerado, ahogando el deseo de gritarle todo mi odio y desprecio por ese matrimonio impuesto. Pero guardé silencio, porque sabía que mis palabras serían inútiles; en su universo, yo no era más que un objeto a su disposición.
—Entiendo. —susurré con voz quebrada.
Max asintió, y satisfecho con mi respuesta, se recostó en su silla. —Perfecto. Ahora lárgate de aquí, no quiero verte la cara hasta la hora de cenar.
Me levanté con piernas temblorosas y caminé hacia la puerta, aun cuando cada movimiento reavivaba el dolor físico, aunque la herida en mi alma resultaba aún más honda. Abrí la puerta y salí sin mirar atrás.