Punto de vista de Eva
Me desperté en la oscuridad, con el cuerpo adolorido y mi intimidad lastimada. La cama debajo de mí estaba fría, al igual que el hombre que en algún momento estuvo a mi lado. Extendí la mano hacia el otro lado de la cama, pero Max ya no estaba allí, por lo que me pregunté si se había escabullido de la habitación sin que yo lo notara.
Mi vestido yacía hecho jirones, con fragmentos de tela esparcidos por el suelo, haciendo alusión a los restos de mi dignidad. Me sentía destrozada, violada y abandonada a mi soledad. El asco hacia mí misma me consumía por dentro.
El ataque de Max trascendió lo físico hasta herir mi alma, destruyendo mis creencias, mi dignidad y mi cordura, sentí que estaba perdiendo la cabeza poco a poco. Me aferré a las sábanas mientras todo mi ser temblaba, no de frío, sino por el horror de lo sucedido. Sus crueles palabras seguían resonando en mi mente: “¿No eres una zorra? Pues te voy a tratar como tal”.
Cerré los ojos con fuerza, anhelando que todo se desvaneciera. Durante toda mi vida había sido la hija obediente, silenciosa, que siempre cumplía órdenes, con la esperanza de que el camino de la rectitud me llevara a la felicidad. Pero solo encontré dolor y odio, ni rastro de dicha o amor. El desprecio de Max hacia mí era evidente y aterrador, inundando cada rincón de esa habitación, de ese matrimonio.
Un sollozo surgió en mi garganta, pero lo contuve con firmeza; no lloraría, no le daría esa satisfacción ni le permitiría ver cuán profundamente me había herido, me negaba a entregarle el poder de quebrarme aún más. Sin embargo, en lo más profundo de mi ser, sabía que algo irreparable se había roto dentro de mí, que me habían arrebatado algo que jamás podría recuperar.
Me senté lentamente, conteniendo el dolor que recorría mi cuerpo. Con manos temblorosas, recorrí los moretones que ya comenzaban a formarse en mis brazos y muslos. Cada marca sobre mi piel era un cruel recordatorio: yo no pertenecía a ese lugar, nunca debí estar allí, y había perdido mi virginidad de la forma más despiadada imaginable.
Su lado de la cama permanecía arrugado, con su ropa ausente y apenas un sutil rastro de olor a whisky flotando en el aire. Se había marchado antes que yo, dejándome sola para lidiar con las secuelas de su violencia.
Me obligué a moverme, aunque cada parte de mí protestaba. En silencio, me deslicé fuera de la cama con piernas débiles e inestables. Mis dedos rozaron el vestido rasgado antes de dejarlo caer de mis manos sin miramiento alguno; ya nada importaba, ni el vestido, ni la boda, ni toda esa pesadilla que ahora carecía completamente de sentido.
Si mi madre hubiese estado viva, jamás me habrían forzado a esa farsa de matrimonio y mi vida sería maravillosa.
Caminé hacia la ventana y contemplé el jardín vacío debajo, que se sentía como una jaula al igual que ese matrimonio y mi propia vida. Presioné mi mano contra el frío cristal con el deseo de romperlo en pedazos y poder escapar de algún modo.
Durante años había creído en cuentos de hadas, imaginando que algún día, un hombre me cargaría en sus brazos y me amaría por quien era, pero ahora comprendía que en la vida real no existían los cuentos de hadas ni los príncipes, solo monstruos como Max.
El crujido de la puerta me paralizó, aterrada de que volviera para repetir lo de anoche. Al girarme, solo encontré el pasillo vacío que parecía invitarme a huir, a correr lejos. Pero, ¿a dónde podría ir? Ese lugar era ahora mi prisión, mi vida, y sin importar cuánto deseara escapar, permanecía atada a esa casa y a él, para siempre.
Cerré los ojos, respirando el aire fresco que entraba por la ventana mientras reflexionaba sobre la injusticia de mi situación, una realidad ante la que no tenía más remedio que resistir. Desde la muerte de mi madre, me convertí en un peón en el juego de mi padre, mi madrastra y Sara, mi hermanastra, quienes imponían sus propias reglas sin consideración alguna.
Me acerqué al pequeño espejo junto a la puerta para observar mi imagen. Una extraña me devolvía la mirada: pálida, temblorosa y llena de moretones. Mi cabello rubio, que ayer lucía hermoso, ahora era un completo desastre, y mi rostro parecía haber envejecido años en una sola noche. Me aparté, incapaz de soportar aquella visión. Esa no era yo, sino la sombra de la mujer que alguna vez fui.
Me puse la bata que colgaba de la silla, estremeciéndome al sentir cómo la suave tela rozaba mis moretones. El cuerpo me dolía como si hubiera atravesado una guerra, y quizás así había sido: una guerra que no elegí ni acepté, sino que me fue impuesta, dejándome con la única opción de enfrentar sus consecuencias.
De repente, la puerta se abrió de golpe, sacándome de mis pensamientos. Se me subió el corazón a la garganta al darme la vuelta, pero solo era la criada que entraba con una bandeja y la cabeza inclinada.
—Buenos días, señora. El Sr. Max me pidió que le avisara que la espera en la sala. —informó con voz suave, pero pude notar la tensión que escondía bajo su aparente tranquilidad; seguramente había escuchado lo sucedido y lo sabía todo.
Asentí con rigidez, con las palabras atrapadas en mi garganta. Ella salió apresuradamente, cerrando la puerta tras de sí. Max quería verme. Mi estómago se contrajo dolorosamente; la sola idea de enfrentarlo de nuevo me provocaba náuseas. No quería verlo, ni estar cerca de él. Pero, ¿qué opción tenía? En esa casa, en esa vida, no tenía opción en absoluto.
Respiré hondo para calmar el temblor de mis manos. No me quebrantaría, no esta vez. Aunque me hubiera arrebatado todo anoche, aún conservaba mi orgullo, y eso no podría quitármelo a menos que yo se lo permitiera.
Caminé hacia la puerta con pasos cada vez más pesados. Tanto mi cuerpo como mi corazón palpitaban con dolor, pero continué avanzando porque debía encontrar la forma de sobrevivir a esa situación. Al salir al pasillo, sentí las paredes alzándose a mi alrededor como las verdaderas rejas de prisión que eran. Me detuve ante la puerta, dudando si realmente deseaba entrar y enfrentarlo, imaginando las crueles palabras que seguramente pronunciaría.
Apreté los dedos alrededor del pomo y lo giré tras respirar profundamente. Al abrirse la puerta, encontré a Max sentado en el sofá con un vaso de whisky en mano, a pesar de lo temprano que era. Sus ojos se encontraron con los míos y, por un instante, percibí algo parecido al arrepentimiento en su mirada, pero ese destello se esfumó tan rápido como apareció, dando paso a esa actitud fría que ya conocía demasiado bien.
—Llegas tarde. —dijo sin emoción en su voz.
Permanecí callada en el umbral, sin saber qué decir. Un silencio asfixiante se expandió entre nosotros y, por un momento, me pregunté si él también lo sentía.
Su voz rompió finalmente el denso silencio. —Tenemos que hablar, Eva. Siéntate.