Elio bajó de su auto con paso decidido. Llevaba el ceño fruncido y el corazón golpeándole con fuerza. Había pasado toda la mañana pensando en la frialdad de Cristina, en todo lo que había hecho mal. Aquella mañana había decidido enfrentarlo todo: su pasado, sus errores… y a ella.
Entró al edificio de la empresa Bianchi con paso firme. Todos los empleados lo miraron con respeto, algunos con curiosidad. Era imposible no reconocerlo: Elio Caruso imponía presencia con solo cruzar la puerta. Pero esa seguridad que mostraba en su andar era solo una fachada; por dentro, se sentía más vulnerable que nunca.
Cuando llegó al despacho principal, se detuvo frente al escritorio de la secretaria. Ella levantó la vista, nerviosa.
—¿Está mi esposa en su oficina? —preguntó con voz grave.
La secretaria lo miró confundida, abriendo los ojos.
—¿Su… esposa? —balbuceó—. La señora Bianchi está ocupada, señor…
Pero Elio no esperó respuesta. El ceño se le endureció y, sin importarle la etiqueta ni la sorpresa