Elio estaba sentado en la sala principal de la mansión Carruso. El ambiente se sentía pesado, como si las paredes mismas cargaran con los secretos de la familia. La tarde apenas se filtraba por los ventanales, iluminando los retratos antiguos de los Carruso que colgaban sobre las paredes de mármol.
Frente a él, sus padres lo observaban con rostros tensos. Roxana, siempre impecable, cruzó las piernas y lo miró con ese gesto altivo que nunca perdía, incluso en los momentos más incómodos.
—¿De verdad crees que es buena idea que ella viva aquí con nosotros? —preguntó, rompiendo el silencio con una voz helada—. No es apropiado, Elio. No, después de todo lo que pasó.
Elio levantó la vista hacia ella. Su mirada era dura, contenida, pero llena de determinación.
—Mamá, si no te gusta la idea, puedes irte de esta casa —dijo con una calma que dolía más que un grito—. Pero quiero que desde hoy aprendas a respetar a Cristina. Ella es mi esposa. ¿Te quedó claro?
Roxana lo miró incrédula, con los oj