La tarde caía lentamente sobre la mansión Carruso. El sol teñía de dorado las cortinas antiguas de la habitación y el aire olía a recuerdos.
Cristina permanecía de pie junto a la ventana, con la mirada perdida en los jardines.
Sus manos temblaban apenas, y el silencio se le hacía insoportable.
Jessica, que la observaba desde el sillón, se acercó despacio. Puso una mano en su hombro y, con voz baja, le susurró al oído:
—Cris, ¿estás bien?
Cristina giró apenas el rostro. Sus ojos, enrojecidos, revelaban todo lo que su voz no podía decir.
—No, Jessica… —murmuró con sinceridad—. No lo estoy.
Jessica le hizo una pequeña seña con la cabeza. Isaac estaba allí, jugando cerca del balcón con su pequeño coche de juguete. Cristina comprendió el gesto, respiró hondo y forzó una sonrisa.
—Mamá, ¿estás bien? —preguntó el niño, notando su expresión triste.
Cristina se agachó frente a él y le acarició el rostro con ternura.
—Sí, mi amor. Estoy bien. —le dijo con dulzura—. Solo que estoy un poco melanc