—¡Ayuda! ¡Que alguien llame a una ambulancia! ¡Papá, respira! ¡Por favor, respira!
Al llegar a la planta baja, vieron a dos empleadas domésticas corriendo hacia el despacho con toallas y rostros de pánico. Elio las empujó a un lado y entró en la biblioteca, con Cristina pisándole los talones.
La escena que encontraron los detuvo en seco.
El despacho, usualmente inmaculado, era un caos. La lámpara estaba rota en el suelo; el tintero había manchado la alfombra de tinta negra como si fuera sangre oscura. Y en medio de todo aquello, yacía don José.
Estaba tendido bocarriba, con el rostro de un color grisáceo terrible, los labios azulados y los ojos desorbitados, mirando al techo con desesperación. Su pecho subía y bajaba en espasmos cortos y agonizantes, como un pez fuera del agua.
Óscar estaba de rodillas a su lado, sosteniendo la cabeza de su padre en su regazo, llorando sin consuelo. —¡Papá! ¡Mírame! ¡Soy yo, Óscar! ¡No te vayas! —sollozaba Óscar, acariciando las mejillas frías del anc