El silencio reinaba aún en el área privada del restaurante. El murmullo lejano del resto de los comensales era apenas un eco suave tras los cristales esmerilados. Kevin y Leah permanecían frente a frente, el aire entre ellos vibrando con esa tensión que parecía ya habitual desde que habían llegado a Madrid.
El camarero había servido la comida con extrema cautela y se había retirado en silencio, sabiendo —como cualquiera que tuviera ojos— que aquella mesa era un campo minado.
Leah cortó un pequeño trozo de su plato, sin mucho apetito, mientras Kevin observaba sus movimientos con una atención disimulada.
—No te ves muy entusiasmada —dijo finalmente él, rompiendo el silencio con esa voz grave que podía resultar tan perturbadoramente calmada.
Leah levantó la vista, arqueando una ceja.
—¿Y cómo se supone que deba verme, señor Hill? ¿Radiante? ¿Deslumbrada? —Su tono rezumaba ironía.
Kevin dejó los cubiertos sobre la mesa con un leve clink.
—Podrías al menos intentar disfrutar un almu