Leah estaba sentada en la cama, con las rodillas recogidas y los brazos rodeándolas, como si quisiera hacerse pequeña ante un mundo que, de repente, se le venía encima. No había lágrimas en sus mejillas en ese instante, pero sus ojos rojos y el leve temblor de sus dedos revelaban que no estaba tan tranquila como intentaba aparentar.
Kevin la abraza con suavidad, dejándole espacio para respirar. No sabía si debía tocarla o esperar, pero su instinto lo empujaba a protegerla, a envolverla, a sostenerla hasta que dejara de temblar.
—Leah —dijo en un susurro—. ¿Estás bien?
Ella levantó la mirada. La respiración le tembló antes de soltarla.
—Kevin, tengo miedo. No quiero… —tragó saliva— no quiero que un hijo te haga sentir atado a mí. Más de lo que ya estamos, de como iniciamos.
La frase cayó como un vidrio rompiéndose entre ellos. Kevin sintió un pinchazo inesperado, no de enojo… sino de pura sorpresa, mezclada con algo más profundo: dolor.
—¿Eso es lo que piensas de mí? —preguntó co