Leah avanzó por los pasillos silenciosos de la villa. El eco de sus pasos se mezclaba con el leve zumbido del viento que se filtraba por las ventanas, y aquel silencio le resultaba inquietante, casi opresivo. Llegó hasta la cocina y abrió el refrigerador para tomar una botella de agua. Sin embargo, al cerrarlo, un sobresalto la sacudió por completo: estuvo a punto de gritar.
Kevin estaba allí, inmóvil, observándola en silencio.
Él frunció el ceño ante la reacción exagerada de su esposa. Ambos se quedaron quietos, como si moverse fuera un delito, hasta que Leah exhaló con fuerza, intentando calmar su respiración.
—¿Tan horrible soy? —preguntó Kevin, con una voz grave que resonó en la penumbra.
Leah lo miró con cautela.
—¿Por qué dices eso?
—Acabas de asustarte solo con verme.
El orgullo masculino de Kevin estaba herido. No le importaba si Leah lo amaba o no, pero su indiferencia lo humillaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Me asusté, sí, pero no precisamente por ti