—Leah, la próxima vez que quieras acusarme de algo, ven primero a hablar conmigo antes de juzgarme —la voz de Kevin sonó fría, cortante, cada palabra acompañada de una presión mayor sobre el brazo de Leah—. Para tu información, esposa mía, yo no fui el hombre con quien esa mucama tuvo intimidad.
Leah frunció el ceño, soportando el dolor sin emitir un quejido. No iba a darle el gusto de verla suplicar.
—¿Me estás entendiendo? —preguntó Kevin, inclinándose hasta que sus narices casi se rozaron. La cercanía era sofocante. Luego, sin previo aviso, la soltó.
Leah se masajeó la zona adolorida mientras lo observaba con una mezcla de rabia y desconcierto.
—Kevin, no soy sorda. Estabas con ella… incluso en tu despacho. Y después, cuando saliste de la habitación, estabas mojado. Yo te vi.
Kevin apretó la mandíbula, exhalando con furia contenida.
—No era yo. Alguien del personal cruzó una línea, pero no fui parte de eso. Después del té que preparó mi abuela, me metí a la ducha para sobrel