El reloj del pasillo marca las ocho en punto de la noche cuando Kevin Hill desciende las escaleras de Villa La Matilde.
Su andar es firme, impecable, como si cada paso respondiera a una coreografía ensayada.
El eco de sus zapatos contra el mármol resuena por toda la casa, mezclándose con el suave murmullo del viento que entra por los ventanales abiertos.
Viste un traje oscuro, sin corbata, y lleva el cabello ligeramente húmedo.
El aire perfumado con notas de cedro y menta anuncia su paso, imponiendo presencia incluso cuando no dice una palabra.
Cruza el recibidor sin mirar atrás, aunque sabe —porque lo siente— que los ojos de Ana, lo siguen con un silencio lleno de curiosidad.
Kevin abre la puerta principal, y el aire nocturno de Madrid lo recibe con un soplo fresco.
La luna empieza a elevarse sobre el horizonte, redonda y blanca, iluminando el camino de piedra que conduce al garaje.
El sonido del motor rompe la quietud de la noche.
Su vehículo —negro, elegante, imponente— se pone en