Ámbar
Siempre he dado por sentado que, en estos cinco años, David debió tener mujeres hermosas a su alrededor y puedo vivir con eso. Sin embargo, ahora que he escuchado a esa supuesta empleada, el peso de los celos se siente como una pesada roca en mi estómago y no me deja dormir.
—Es horrible —me quejo con Ruth en la oficina—. No puedo creer que haya sido tan tonta.
—Eres tonta, en definitiva —asiente—, pero por creer que puede haber algo entre ellos.
—¿Qué?
—David te explicó que es una empleada, ¿no? Tú misma escuchaste que le llevaba toallas. ¿Por qué tendría que ver con ella?
Asiento despacio, notando que el dolor de estómago se va disipando. Tal vez debería devolverle la llamada a David y dejar que me cuente todo.
—Sí, tienes razón. No sé qué estaba pensando.
—¿En que quieres a ese hombre solo para ti? ¿Que no quieres que nadie sepa lo bueno que es en la cama?
—Largo o te despido. —Señalo la puerta con gesto dramático y ella se echa a reír.
—Bien, bien, me voy —se ríe—, pero