David
Apoyado en el lavabo frío del baño de mi oficina, me miro fijamente en el espejo.
—Soy yo, Ámbar. Yo soy Jerónimo Oviedo —digo, y en cuanto las palabras salen, hago una mueca—. Dios, no… esto es horrible.
Respiro hondo y lo vuelvo a intentar. Aunque al final vaya a tener una vasectomía gratis —o una castración, en el peor de los casos—, no puedo dejar que este momento sea escueto. Tengo que hacer la revelación más importante de mi vida y no puedo decirlo relajadamente.
Tal vez hasta pueda seducirla para que...
—No, no, claro que no —mascullo, dándome pequeños golpes en las mejillas—. Esto tiene que ser una sorpresa que la deje sin aliento.
Me río, negando con la cabeza. En el fondo, deseo que todo se destape de forma espontánea, como con Gustavo, ya que a él no le fue tan mal y ahora su hijo parece quererlo. Bueno, a su extraña manera, pero sí lo busca mucho.
—David, ¿estás ahí? —pregunta Gustavo, tocando la puerta—. Deja ya de ensayar eso, tiene que salirte natural.
—¿Me esta