Ámbar
No sé cuánto tiempo llevo mirando por la ventana, contemplando las luces de la ciudad que tintinean y me ofrecen un espectáculo bastante bonito. Sin embargo, sé que han pasado muchas horas y que David no vendrá a nuestra noche de bodas. Basándome en su comportamiento y la familiaridad con esa pelirroja, supongo que debe estar pasándola en grande con ella, haciéndole lo que cualquier esposo le haría a su mujer en un matrimonio normal.
Pero el nuestro no es un matrimonio normal, claro.
Suelto un bostezo, llegando a la conclusión de que David no llegará y que puedo estar tranquila para quitarme este vestido de novia. Es muy bonito, pero me pica demasiado y me aprieta la cintura. No sé cómo he podido estar tanto tiempo sin quitármelo.
Debo seguir en shock.
Me aparto de la ventana y cierro las cortinas. La casa está a muchos kilómetros de la ciudad, rodeada de bosque, por lo que no hay vecinos. Sin embargo, no me arriesgaré a que haya un guardia por ahí.
En la cama hay una bata de seda cuidadosamente doblada. Al tocarla, agradezco lo fresca que es, ya que en esa época del año hace mucho calor. Y como hace calor, creo que es una buena idea darme una ducha, así que, luego de quitarme el vestido y tras romperle el cierre sin querer, me dirijo al baño.
Me quedo anonadada al darme cuenta del tamaño y la elegancia que tiene. El piso brilla, pero al quitarme los zapatos me doy cuenta de que es antiderrapante. Todo está impoluto y listo para que una pareja de recién casados pase a asearse antes de hacer… esas cosas.
Me río al ver la botella de champán que colocaron. No tengo intención de tomarla, así que es una lástima que se desperdicie.
—Todo esto es tan surrealista —resoplo mientras abro la llave de la bañera, ya que me apetece más que la ducha.
Aunque estoy en un hermoso lugar que parece sacado de una revista de diseño interior, y se me garantiza una vida envidiable mientras dure mi matrimonio con David Ruiz, mi amargura sigue presente. Mi hermana, estando en la universidad, hará de todo menos estudiar. Además, no entiendo cómo logrará suplantarme si se supone que la beca era para mí.
No duro mucho dentro del baño. No sé para qué sirve cada pequeña botella y lo cierto es que muchos de los productos de baño lastiman mi piel. Por suerte, había jabón neutro y pude lavarme.
Al mirarme al espejo mientras me seco el cabello, noto mi rostro lleno de pecas. No es que las odie, pero sin duda hacen que mi rostro luzca extraño. Quizás David las notó porque el maquillaje era muy ligero o porque se me acercó demasiado.
Dejo la secadora y me toco los labios, que aún me duelen por su mordida. No pienso admitir en voz alta que me gustó un poco.
—Es un salvaje —gruño.
Termino de secarme y peinarme, y salgo del baño para ponerme el pijama. Aunque es ilógico, tengo la esperanza de que al despertar me digan que todo esto es un error, que puedo volver a casa y continuar con mis estudios. Después de todo, este matrimonio es una farsa, el pago de una deuda.
Sintiéndome más optimista, me meto en la cama. Tal vez no todo esté perdido y pueda hacer algo con mi vida mientras mi marido se divierte con quien quiera.
Cierro los ojos y me recuesto sobre mi lado izquierdo. Las sábanas y el pijama son tan frescos que no tardo en adormecerme. A pesar de seguir pensando en el ridículo que hice en la boda, el rayo de esperanza que tuve me permite relajarme y conciliar el sueño.
Al poco tiempo, me despierto al sentir caer un peso al otro lado de la cama. Me quedo inmóvil, con los ojos cerrados, esperando a que esa persona se vaya o se duerma. Sin embargo, se acerca y comienza a palpar mi abdomen.
Sus grandes manos ascienden hasta llegar a uno de mis pechos. Como no llevo sostén, mi pezón se yergue ante su toque. Un calor agradable se concentra en mi entrepierna, pero me pongo boca arriba para asustarlo y que se aparte.
Aquel hombre se coloca encima de mí para evitar que escape. Antes que su rostro, reconozco su aliento alcoholizado.
Es David.
—¿Qué haces aquí? —pregunto muy asustada, sintiendo mis latidos cardíacos en muchos puntos del cuerpo—. Suéltame, ¿qué te ocurre?
Por más que forcejeo, él es más fuerte que yo y logra inmovilizarme por ambos brazos.
—Eres mi mujer —afirma con seriedad—. Tengo derecho a tocarte.
—No necesitas tocarme —susurro—. Tienes muchas mujeres con las que satisfacerte.
—No me cuestiones —me ordena tajante y despiadado—. Quiero tomarte a ti, y eso haré. Si te niegas, puedo hacer que tu familia desaparezca fácilmente.
Por la cabeza me cruzan pensamientos sobre lo enfermo que está y lo furiosa que me siento, pero no tengo oportunidad de verbalizarlos, ya que me besa. La forma en que su boca se desliza por la mía es muy diferente a la de la boda. Esta vez es apasionado, voraz y hambriento. Lo peor es que me provoca un calor exquisito por todo el cuerpo y me pone nerviosa porque esta es la primera vez que voy a hacer esto.
David logra subirme la bata hasta la altura de los pechos, pero los ignora para besar mi abdomen y repartir besos húmedos en él. Desde donde estoy, la imagen es completamente erótica y perturbadora.
—Eres mejor de lo que pensaba, Pecas —murmura con voz ronca, antes de aspirar mi aroma y seguir bajando.
Cuando llega a mi entrepierna, me estremece todo el cuerpo. No sé cómo medir la experiencia de un hombre, pero creo que si, a pesar de detestarlo, me hace sentir así, es porque lo está haciendo bien.
—Hueles muy bien —susurra, perdido en los sensuales besos que me da antes de bajarme la ropa interior y hundir su lengua en mi sexo.
—David —gimo.
Alza la vista y noto que sonríe. Estira un brazo y me acaricia el inicio de los pechos y el abdomen, haciéndome arder de placer.
Mi sexo se siente húmedo y muy caliente mientras él mueve su lengua sin control. No tengo nada a lo que aferrarme, ya que la cabecera de la cama es acolchada, así que me agarro a las sábanas, que comienzan a empaparse de mis fluidos.
Una sensación de frío me invade cuando él deja de lamer. Me ha dejado con ganas de más, de experimentar con mayor intensidad aquello que estaba alcanzando. ¿Será eso un orgasmo? Mi hermanastra habla mucho sobre eso con sus amigas.
David se levanta, revelando los músculos que ese traje de novio escondía. No es un fisicoculturista, pero sí se nota que hace ejercicio con regularidad. Al bajarse los pantalones, cierro los ojos. No estoy preparada para verlo completamente desnudo.
—Esta no fue una mala transacción —dice divertido, subiendo por mi cuerpo—. Aunque ya debes tener mucha experiencia.
El calor que emana de su cuerpo no es desagradable, a diferencia de su sonrisa arrogante. Mis piernas se abren por inercia y él se remueve entre ellas. Algo caliente y blando me separa los labios mayores e intenta encontrar mi entrada.
Poco a poco, va penetrando en mí, y la expresión de sorpresa de mi esposo me revela que no se imaginaba que soy virgen.
—Carajo —masculla, pegando su frente a la mía y cerrando los ojos para esperar a que este intenso dolor se me pase.
David apoya los antebrazos a ambos lados de mi cabeza mientras sigue moviéndose y gruñendo. No se parece en nada al hombre irreverente que conocí; ahora es dominante, posesivo y salvaje. Es evidente que disfruta con mi cuerpo, y lamentablemente, yo también con el suyo.
Aunque todo me duele, también estallo de placer. David no me deja dormir, se dedica a explorar mi cuerpo con las manos, la nariz y la lengua, que encuentra un sabor agradable en mi piel. Ambos estamos absortos en una atmósfera de lujuria, orgasmos y un deseo que no sabía que se pudiera sentir.
Al llegar el amanecer, finalmente se rinde y se recuesta a mi lado. Yo caigo rendida de inmediato, pero no tardo mucho en despertar y encontrarme con un par de ojos azules observándome con intensidad. Apenas puedo creer que haya hecho esto con un hombre completamente desconocido, del que solo sé que es hijo de un empresario de actividades sospechosas y que pasa su vida en bares y con distintas mujeres, incluyendo la que llevó a la iglesia.
No debo estar aquí. Tengo que salir de esta situación cuanto antes.
—Tus pecas son más notorias ahora —dice muy serio, acelerándome el corazón por lo hermoso que es, incluso estando tan desprolijo.
Mi nerviosismo se acrecienta cada vez más, y él sonríe al notarlo. Sin embargo, no puedo olvidar la cuestión más importante.
—David —lo llamo—, ¿cuánto dinero te debe mi padre?
La pregunta convierte sus labios en una línea recta.
—Diez millones —responde con indiferencia, volviéndose a recostar boca arriba.
Yo hago lo mismo, mirando al techo. Mi corazón late con más fuerza al pensar en esa enorme cantidad que él ha respondido como si fuera cualquier cosa, mientras que yo me la grabo a fuego en la mente.
Ese es el precio de mi libertad.