Capítulo 2

Ámbar

David camina rápidamente al altar con esa mujer en brazos y, mientras más se acerca, más puedo notar lo aterradoramente atractivo que es, a pesar del hecho de que tiene una sonrisa idiota en los labios. Sus facciones son simplemente perfectas, como si un escultor se hubiera empeñado en hacerlo todo bien para que solo puedas prestar atención a su arte.

En alguna ocasión me planteé la posibilidad de que David fuera guapo, pero jamás imaginé que fuera tan atractivo, ni que mi hermanastra lo mirara con la boca abierta.

No puedo leerle la mente, pero sé que está arrepentida de no ser ella la que esté en el altar.

Un brillo de malicia resplandece en sus ojos azules mientras me examina de arriba a abajo al soltar a esa mujer al llegar al altar. Puede que sea muy atractivo por fuera, pero es igual de detestable que su padre. Lo demuestra en lo primero que le escucho decir.

—Padre, no perdamos más tiempo. Saltémonos todos esos sermones y pasos innecesarios. Acepto.

Tras decir eso, voltea a verme. Es tan alto que, incluso usando tacones, no le llego ni a la barbilla.

—Ahora dilo tú y acabemos con esto —me exige.

Suelto un jadeo y retrocedo. ¿Qué rayos se tomó para comportarse con tanto descaro? No arrastra las palabras, pero definitivamente está intoxicado.

—¡Di que sí! —me exige, tras esperar algunos segundos a que yo diga algo.

Me vuelvo a quedar pasmada. Odio ser así, pero cuando tengo miedo, me quedo como un árbol, incapaz de hacer nada más que echar raíces en el suelo. No sé cómo voy a soportar un matrimonio con él, cómo podré complacer a un hombre así. ¿Tengo siquiera que complacerlo?

«Deberías huir ahora mismo», me susurra una vocecita que estoy segura de que proviene de mi corazón. Sin embargo, no tengo la capacidad de ser tan egoísta.

David, exasperado porque no me muevo, avanza los pasos que nos separan y me toma por la cintura para acercarme a él. Contengo un grito y un suspiro. Huele demasiado bien.

—No querrás saber lo que sucederá si me haces perder el tiempo, Pecas —me susurra al oído.

¿Cómo diablos me llamó? Lo fulmino con la mirada cuando se aparta un poco. Su sonrisa se hace más amplia y me estremezco. Desearía desaparecer de aquí o, al menos, dejar de temblar como una gelatina y no hacer más el ridículo en este momento que, se supone, debería ser sobrio e importante.

—Sigamos con la boda —le digo a pesar de la rabia, ya que me siento un poco satisfecha por la envidia que mi hermanastra está sintiendo—. Adelante.

Me giro hacia el sacerdote, quien parece molesto por todo este alboroto, pero extrañamente no lo reprende.

—Si estamos todos listos, seguiremos con la ceremonia —anuncia con tono aburrido y solemne, como si estuviera en una de esas misas interminables de dos horas—. Estamos aquí reunidos para…

—He puesto mi firma en el acta, así que solo declárenos marido y mujer —interrumpe David con urgencia.

—No podemos saltarnos los votos —le recuerda el sacerdote—. Tendrás que escucharlos y decirlos.

—Bien.

De nuevo volteamos a verlos. Nerviosa, recito los votos que me aprendí de memoria mientras él me pone el anillo. Sus manos son ásperas, pero me causan un relajante cosquilleo en la piel. David, en cambio, dice con pereza todo lo que el sacerdote le indica antes de darnos una escueta bendición para declararnos marido y mujer.

Sin esperar a que le dejen besarme, David me toma del rostro y me vuelve a acercar a él. Cierro los ojos, asqueada y preparada para sentir un aliento nauseabundo, pero lo que siento es todo lo contrario. A pesar de que noto el sabor a alcohol, es agradable y me hace cerrar los ojos.

David no me besa tierna ni apasionadamente. Su beso es demandante y doloroso, dejando claro que aquí no hay sentimientos de por medio, que solo somos un negocio. Su aliento es delicioso, pero el beso no me gusta para nada. En cierto momento se vuelve agresivo y me clava los dientes hasta hacerme sangrar el labio inferior.

Al apartarse, se limpia los labios y me sonríe con arrogancia.

—La ceremonia terminó —dice en voz alta—. Gracias a todos por venir.

Me quedo boquiabierta, observando cómo él se aleja más y se va de la iglesia con paso rápido, dejándome a merced de los cuchicheos y risas de los invitados. El ambiente se ha vuelto algo sumamente divertido y cómico, pero yo no formo parte de esa diversión, sino que soy el objeto de él.

La mujer pelirroja, a pesar de llevar unos tacones que miden más de diez centímetros, lo sigue a toda prisa al ritmo de la melodía de salida. Él se vuelve hacia ella en medio del pasillo para abrazarla y darle un beso apasionado, a diferencia del que me dio a mí.

Mi hermanastra se ríe burlonamente, sin que la sombra de la envidia desaparezca. Mientras tanto, mi padrastro y mi madre esconden el rostro entre las manos, humillados. Mi ahora suegro sigue riéndose de mí.

Definitivamente, soy un payaso de circo y acabo de darles el mejor espectáculo del año.

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