Ámbar
Desearía que esta fuera una espantosa pesadilla y despertar pronto.
Al estar frente a las puertas de la iglesia, vestida de novia, las lágrimas recorren mis mejillas. Mi maquillaje se está arruinando, pero estoy tan aturdida que no me importa.
Siento la cercanía de mi hermanastra segundos antes de que llegue. Su perfume, inconfundible, me hace cosquillas en la nariz.
—Te envidio, hermanita —dice burlonamente mientras se para a mi lado—. Te casarás tan joven.
Más lágrimas caen, no de felicidad, sino de una amarga tristeza. Mi propia madre me ha obligado a casarme con el hijo del hombre al que le debe dinero por culpa de la adicción al juego de mi padrastro. Al principio me opuse con todas mis fuerzas, pero entonces mamá se puso aquella pistola en la sien y amenazó con dispararse.
—Tú serás la culpable de mi muerte —me había dicho, mirándome fijamente a los ojos.
A pesar de que ella no me quiere, no pude permitir que se matara. No sé si lo que siento por ella es amor, pero no podría vivir con ese cargo de conciencia. Aun así, hay noches en que sueño con escapar, especialmente desde aquel día en que conocí a ese espantoso hombre, con el rostro lleno de pliegues y dientes amarillentos por el cigarro. No solo su apariencia me resultó vomitiva, sino también su actitud.
No tengo pruebas, pero no dudo de que su hijo sea igual o peor que él.
—Mientras tú te casas y te llenas de lujos, yo tendré que estudiar en esa prestigiosa y aburrida universidad por ti —añade, casi bostezando.
Volteo a verla lentamente, con la ira bullendo en mi interior. No puede ser posible.
—¿Qué has dicho? —digo entre dientes.
Edna se ríe, y la amargura se vuelve una roca que no solo me aplasta, sino que me reduce a polvo. Mi vida ha sido miserable, salvo por la oportunidad de estudiar. Mi padrastro, consciente de que a los hombres de la alta sociedad les gusta tomar por esposas a personas inteligentes, me brindó una buena educación y siempre tuve a mi disposición mucho material de estudio.
Siempre supe que las cosas acabarían de esta forma, que siempre fui su moneda de cambio porque su amada hija jamás debía pasar por algo tan horrible. Aun así, encontré consuelo en estudiar y cultivarme. Aquello rindió sus frutos, pues recientemente recibí mi carta de admisión a la universidad, con una beca completa.
¿Quién diría que todo esto pasó cuando estaba a punto de escapar de esta asfixiante dinámica familiar? No puedo tener peor suerte.
—No quiero hacer esto —contesta, fingiendo fastidio, pero sé que en el fondo solo lo dice para hacerme sentir peor—. Esta universidad es tan prestigiosa que no podré salir con nadie interesante. Los cerebritos no suelen ser atractivos. ¿Cómo es que ese era tu sueño? No lo entiendo.
—Lo que dices tiene que ser mentira. A ti no te gusta tocar ni un libro, prácticamente eres alérgica a leer. ¿De qué estás hablando?
—Se tenía que aprovechar la beca. —Se encoge de hombros—. Como ahora te vas a casar, lo aprovecharé yo. No tiene caso que te opongas, ya es un hecho.
Aprieto las manos en torno al ramo, deseando que fuera el cuello de Edna. No quiero seguir escuchándola, me niego a hacerlo. Matar a alguien es un pecado, pero hacerlo en una iglesia sería un sacrilegio que no puedo cometer. Tengo muchas ganas de hacerlo, ya que ella se está quedando con todo lo que yo quería.
Sin esperar a que llegue mi padrastro para que me entregue, abro la puerta de la iglesia. La marcha nupcial comienza a toda prisa, y la gente me voltea a ver desconcertada.
El novio no me está esperando en el altar, pero sigo avanzando, intentando que los murmullos no me hagan explotar. El sudor corre por mis sienes y siento las piernas débiles. Quiero que esto termine, pero al mismo tiempo, que no comience. Esta boda es una locura. Ojalá el novio no llegue nunca, o que, si lo hace, todo sea muy rápido.
Al pararme frente al altar, me siento abrumada por la ansiedad. El sacerdote me observa con aire despectivo, como si fuera un pecado no venir acompañada y llegar tarde a la marcha nupcial.
«Acabemos con esto, por favor», pienso desesperada.
Me giro hacia los invitados, a quienes no reconozco. Mis avergonzados tutores recorren el pasillo con mi hermana, lanzándome miradas de reproche por mi exabrupto. «Hagas lo que hagas, no puedes agradarles», pienso para tranquilizarme.
Los segundos se vuelven minutos, que me parecen interminables. El novio sigue sin aparecer, lo que genera impaciencia en todos, especialmente en su padre, quien mira la hora cada treinta segundos.
—Parece que no vendrá —susurra alguien, y su interlocutor suelta una risita.
Me debato entre el deseo de que no llegue para librarme de este infierno y el de que sí lo haga para callar las bocas de todos. ¿Qué se cree David Ruiz para dejarme plantada en el altar?
«Lo siento, mamá, pero esta vez no es mi culpa si mueres», pienso en un arranque de rabia.
—Vendrá —les digo, pero mi voz se pierde entre el creciente rumor de los invitados.
No vendrá. Ese hijo de puta no va a venir.
Cuando estoy a punto de quitarme el velo y decido que lo mejor es salir corriendo, las puertas de la iglesia se vuelven a abrir.
Las voces se acallan bruscamente, y la atmósfera se carga de una tensión y expectación insoportables. Mi corazón vuelve a acelerarse mientras miro fijamente la puerta, sintiendo que tengo en las manos una bomba a punto de estallar, no un ramo de flores a las que creo que soy alérgica.
Mi espalda suda como nunca y estoy segura de que mi maquillaje está completamente arruinado. Según la maquilladora, debería resistir, pero podría jurar que me veo como un mapache… o un payaso.
Un hombre alto, con el cabello negro desordenado y el rostro rojizo, entra por la puerta. Con toda probabilidad, no está en sus cinco sentidos. Debió tomarse la segunda botella del día antes de venir.
Aunque no es un monstruo horrible como el señor Ruiz, sé que es el novio. El traje negro y la corbata de lazo son inconfundibles.
Pero esperen, no es lo peor, no es la «cereza» de este macabro pastel de bodas.
Mi flamante futuro esposo lleva en sus brazos a una hermosa mujer pelirroja, cuyo vestido negro deja mucho a la imaginación. Los invitados ahogan gritos, otros se ríen y murmuran sobre si habrá un cambio de novia.
Espero que tengan razón, por supuesto.
Mi padrastro y mi madre están rígidos en sus asientos, mientras que Edna, absorta en su celular, parece no haberse enterado de nada.
La reacción que aumenta en mí ese sentimiento de humillación es la sonrisa burlona y amarillenta que me dedica el señor Ruiz.
Si él y su hijo querían humillarme, lo han conseguido con creces.