David
Ámbar se mantiene inmóvil mientras yo rodeo el escritorio para acercarme. Me cuesta hacerlo después de enterarme de la verdad, pero no pienso dejarla salir de esta oficina, al menos no todavía.
—¿Por qué tienes tanta prisa por irte? —le pregunto, sujetándola por el mentón—. ¿Acaso quieres gozar de más libertades? ¿Estás celosa?
—Estás enfermo, David, demasiado —me responde, negando con la cabeza y retrocediendo—. Bien, consultaré con tu padre a cuánto ascienden los intereses y te los pagaré. Dame unos días para conseguir el dinero.
Mi esposa se da la media vuelta e intenta marcharse, pero la detengo antes de que abra la puerta y la acorralo presionando su cuerpo contra ella. Su aroma me sigue sacudiendo por dentro y reafirma mi decisión de no liberarla nunca, especialmente después de lo que pasó.
Él no puede tener lo que es mío, y Ámbar es mía, aunque haya sido una traidora que conspiró con ese hombre para obtener el dinero. Durante esta noche, leí todos los correos que me enviar