El Rolls-Royce Phantom avanzó entre la mancha humana como un barco rompehielos en un mar hostil. Afuera, el hospital era un fortín asediado: cámaras erguidas como cañones, micrófonos empuñados como bayonetas, gritos entrecortados que golpeaban los vidrios blindados.
— ¡Ivanka! ¿Regresará al patinaje? ¿O los rumores sobre su retiro son ciertos?
— ¡Su madre dice que mintió sobre el secuestro! ¿Huyó con su amante mafioso? — una reportera trepó al capó de un coche cercano.
— ¿Qué sabe del asesinato de Yuri Smirnov? ¡Fue su entrenador! — otro periodista empujó contra el hombro de un guardia.
—¡Katia Yeltsova murió por su culpa! ¡Confiese! —un manifestante agitó un cartel con su foto tachada en rojo.
— ¿Apoya las acusaciones de lavado contra su familia? ¡Hable, Volkova!
Las preguntas eran dagas envenenadas. Ivanka no parpadeó. En el asiento trasero, envuelta en su armadura de cuero negro y silencio, observó cómo los boyeviki de Serguéi formaban un muro viviente entre el coche y la jauría.
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