La luz del atardecer filtrándose por las gruesas cortinas del Moskva Hotel pintaba franjas doradas y largas sombras sobre la alfombra persa.
Ivanka yacía en la cama, envuelta en una bata de seda negra, el cabello húmedo y revuelto tras una ducha que no había lavado nada, solo había desplazado la suciedad de la piel a un pantano interior más profundo. Estaba vacía. Agotada. Las lágrimas se habían secado horas antes, dejando solo una sensación de peso de plomo en los huesos y un dolor sordo, persistente, en el centro del pecho donde antes latía el amor por su sobrino y la certeza de Gianni.
El teléfono en la mesilla de noche vibraba y sonaba con insistencia enfermiza, un zumbido de avispa contra el cristal que ignoró. Notificaciones de redes sociales, de sus haters clamando por su retiro, por su humillación pública, por su desaparición definitiva; de sus fans divididos entre la rabia y la súplica; de la prensa acosando, de las autoridades exigiendo declaraciones sobre el cuerpo de Katia