El despacho de Aston Voloshyn respiraba poder muerto. El escritorio de ébano pulido, más grande que la cama de algunos reyes, reflejaba la luz tenue de las pantallas encendidas.
Las paredes forradas en cuero oscuro absorbían el sonido, creando un silencio sepulcral solo roto por el leve zumbido de los equipos.
Gianni ocupaba la silla del Amo, un trono tallado en madera negra y acero. No se recostó. Se sentó erguido, como un puñal clavado en el corazón mismo del antiguo reino. El dolor en su costado era un latido sordo, un recordatorio de la sangre derramada, pero su expresión era de granito glacial, un guerrero recién salido del infierno, pero dueño del territorio conquistado.
Frente a él, una enorme pantalla curva, el tipo utilizado para juntas de conglomerados multinacionales, cobraba vida. Rostros aparecieron en mosaicos digitales, cada uno enmarcado en el lujo discreto de sus propios santuarios de poder: bibliotecas con estanterías de caoba, salones con vistas a rascacielos, jardi