La habitación privada era un capullo de terciopelo negro y luces moradas que latían al ritmo de un bajo distante. Gianni ocupaba el centro del sofá de cuero, un rey en su trono de sombras, los brazos extendidos sobre el respaldo.
César, pegado a la pared junto a un guardaespaldas de rostro impasible, tragaba saliva. Noventa millones pesaban en el aire como un jadeo colectivo.
Afuera, el Vermelion hervía. La encargada, su vestido rojo como una herida abierta, abrió paso entre la masa sudorosa de cuerpos. Encontró a Ivanka en una tarima secundaria, enroscada alrededor de un tubo de acero pulido como una serpiente. El vestido de malla negra apenas contenía el movimiento hipnótico de sus caderas.
Una botella de vodka semivacía colgaba de sus dedos. Billetes llovían a sus pies, arrojados por manos ávidas que anhelaban rozar su aura de destrucción controlada. Su cabello rubio, húmedo de sudor, se le pegaba a las sienes. Detrás del antifaz de plumas rojas, sus ojos eran pozos de hielo agri