El trayecto desde las entrañas del Vermelion hasta la helada calle de Kievak fue una marcha fúnebre bajo luces de neón.
Los guardias de Gregory, fusiles cortos visibles bajo las chaquetas, formaban un cinturón de acero alrededor de Gianni, César y los tres lobos napolitanos.
El aire vibraba con una tensión eléctrica, como si una chispa pudiera detonar el polvorín. César caminaba pegado al flanco de Gianni, su respiración entrecortada, los ojos saltando entre las armas enemigas y el perfil de su jefe.
Gianni avanzaba con una calma glacial que era más aterradora que cualquier grito. La línea de su mandíbula estaba tallada en granito, los puños apretados dentro de los bolsillos de su gabardina negra. Sus ojos verdes, visibles bajo el antifaz ahora ladeado, ardían con una luz interior fija, intensa, como brasas cubiertas de ceniza. No era la furia explosiva que César había presenciado en los últimos días.
Era algo más profundo, más letal: la quietud del depredador que ha marcado a su pres