El auto de Gianni devoraba la autopista Salerno-Reggio Calabria bajo un manto de estrellas.
Dentro, la tensión era tan espesa como la noche. Gianni, apoyado contra la ventana fría, hablaba por el teléfono satelital con una voz que podría helar el vino más robusto de Calabria.
—...Así que quiero que encuentres a esa mujer — silbaba, los nudillos blancos alrededor del dispositivo — así tengas que revisar debajo de cada piedra del infierno, levantar cada alfombra de cada capo del mundo, o hacer que los fantasmas de Pompeya hablen. ¡Ivanka Volkova! ¡Su rastro, su aliento, su sombra! ¡La quiero en mi escritorio cuando pise Nápoles!
César, encogido en el asiento opulento del auto, trataba de volverse invisible. Cada palabra de Gianni era un martillazo en su ya frágil moral.
«No debí venir» pensaba, sudando frío bajo su traje barato. «Debí quedarme en la base soportando a Corlys... Este viajecito me va a salir bien caro... El próximo al que le va a torcer el pescuezo es a mí. Seguro. Como a