El rugido constante de los motores del jet era un zumbido de fondo apenas perceptible, ahogado por el silencio tenso que reinaba en la cabina.
Gianni Giorgetti miraba por la ventana ovalada, las luces de la costa calabresa dibujando un collar de diamantes en la oscuridad del Mediterráneo. Su perfil era una estatua de mármol oscuro: mandíbula apretada, ojos verdes fijos en un punto lejano que solo él veía: Ivanka.
Se había cambiado en el avión, ahora vestía un traje negro de sastrería impecable, camisa blanca sin corbata, el cuello desabrochado revelando la línea fuerte de su clavícula. La elegancia era otra arma, una armadura para la cacería que se avecinaba.
César, enfrente, intentaba no parecer abrumado. Observaba cómo las azafatas, mujeres de belleza glacial y eficiencia militar; atendían cada mínimo gesto de Gianni con una devoción que rozaba el temor.
Un whisky en las rocas aparecía antes de que Gianni siquiera lo pidiera; un paño humedecido para las manos se ofrecía en silencio.