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Capítulo 3: Juguetes Rotos y Cadenas Doradas

La base de la DIGE en San Petersburgo respiraba militarismo estéril. Luces fluorescentes zumbaban sobre paredes de hormigón sin alma, el aire olía a desinfectante barato y tensión reprimida. Por los pasillos, agentes de mirada gastada movían papeles como autómatas. En este cementerio gris, la figura de Gianni Giorgetti avanzaba como una sombra elegante y letal.

Su uniforme táctico negro, de manga larga y ajustado como una segunda piel, acentuaba la línea depredadora de sus hombros y la tensión contenida en su espalda recta. Los guantes de cuero negro engullían sus manos largas y de dedos finos. A sus dieciocho años, emanaba una peligrosidad que helaba la sangre; una combinación de juventud esculpida en mármol y ojos verdes que habían visto demasiado, demasiado pronto. Cada paso resonaba con un eco controlado, un ritmo felino que desentonaba con el trajín burocrático. El fastidio palpitaba en su mandíbula apretada, en la leve contracción de sus labios. Este lugar era una jaula de concreto que le robaba el aliento.

La encontró en el vestíbulo principal, bajo el escudo de la DIGE: la Capitana Susana Corlys conversaba con un hombre alto cuyo uniforme de coronel relucía con insignias extranjeras. Gianni se detuvo a tres pasos de distancia, inmóvil como una estatua esculpida en oscuridad, las manos cruzadas con formalidad militar pero los nudillos blancos bajo los guantes. Esperó. Su respiración era el único movimiento, lenta y medida, mientras la mirada gélida se clavaba en un punto lejano de la pared, evitando deliberadamente a Corlys. El silencio a su alrededor se espesó.

— ¡Al fin llega el niño prodigio de la DIGE! — la voz de Corlys cortó el aire como un látigo, cargada de una falsa jovialidad que no ocultaba el desprecio. Sus ojos, pequeños y avariciosos, se deslizaron sobre Gianni con una intensidad obscena; era una mirada que pretendía desvestir, poseer, reducir. Recorrió el uniforme táctico que delineaba su torso, la línea de su mandíbula, la curva desafiante de sus labios. Un depredador evaluando una presa ya marcada.

Gianni no se inmutó. Ni un músculo traicionó la repulsión que le hervía en las venas. Mantenía la postura, erguido y distante, un príncipe de las sombras obligado a saludar en la corte del enemigo.

— Coronel Marcus Hale, de la base principal en Washington —presentó Corlys con un gesto ampuloso hacia el hombre—. Nuestro mejor activo táctico, Gianni Giorgetti. Un diamante en bruto que pulo personalmente.

Hale giró lentamente. Sus ojos, del color del acero oxidado, escrutaron a Gianni con la curiosidad fría de un entomólogo ante un insecto raro. No había respeto en esa mirada, solo cálculo, evaluación de un instrumento. Su sonrisa fue un corte fino en un rostro anguloso.

— Impresionante porte para su edad — murmuró Hale, y antes de que Gianni pudiera reaccionar, una mano pesada, cargada de autoridad y sudor barato, se posó en su hombro. El contacto fue un hierro al rojo vivo sobre su piel, incluso a través de la tela y el guante —. ¿Desde cuándo lo tienes a tu cargo, Susana?

Corlys sonrió, mostrando dientes demasiado blancos.

— Desde los trece. Hijo de una embajadora italiana. Donde ella va, yo voy. Se está formando como comisionado — su mirada se posó de nuevo en Gianni, hambrienta —. Un proyecto de años.

En un movimiento fluido, casi imperceptible, Gianni se liberó del agarre. No fue un gesto brusco, sino una retirada elegante, como si el aire alrededor de Hale estuviera contaminado. Luego, con deliberada lentitud, se sacudió el hombro donde había estado la mano del coronel. Un gesto mínimo, pero cargado de un asco visceral que resonó en el silencio súbito. Hale observó, la sonrisa helándose apenas en sus labios, pero mantuvo su pose militar impecable. Cruzó las manos a la espalda, dirigiéndose solo a Corlys.

—Tengo una prodigio en mis filas — dijo Hale, la voz resonando con orgullo perverso —. Agente de élite. Sobrina de un senador. Diana Coleman. Dieciocho años. Un arma mortal en todo el sentido de la palabra. — Hizo una pausa, dejando que el nombre flotara como una amenaza.

Corlys soltó una carcajada estridente que hizo estremecer el aire.

— ¿Estás presumiendo, Marcus? ¿O me estás diciendo que quieres que tu chica dorada se enfrente a mi chico de oro? — sus ojos brillaban con un desafío malsano.

Hale esbozó una sonrisa cargada de picardía.

— Oh, vamos. Sería divertido. Dos armas mortales forjadas desde los inicios en la DIGE, luchando para demostrar quién es el mejor... — su mirada se deslizó hacia Gianni, evaluando su reacción —. Sería satisfactorio. Educativo.

Gianni sintió una tensión de acero recorrerle la columna vertebral.

«¿Otra como yo? ¿Otra alma robada, otra infancia convertida en instrumento?»

La rabia le tensó los músculos bajo el uniforme. Eran custodios de un sistema que los había desollado vivos para vestirlos con pieles de lobo. Hablaban de ellos como de armas, de trofeos, nunca de personas

«Diana Coleman»

 El nombre quedó grabado a fuego en su conciencia, una promesa de futura destrucción.

 «Quizás en algún momento nuestros caminos se crucen, Coleman. Y juntos podamos quemar este mundo de m****a, esta DIGE que nos robó la infancia para convertirnos en máquinas de matar»

La rabia era un licor oscuro en su garganta.

En ese momento, Susana se acercó a Hale. Su mano, con uñas pintadas de rojo sangre, se posó en el pecho del coronel con una familiaridad coqueta y obscena.

— Y tu niña dorada... — susurró, la voz un zumbido venenoso — ¿te da... servicios especiales?

Hale arqueó una ceja, la sonrisa tornándose maliciosa.

— ¿El tuyo sí lo hace?

Corlys se inclinó un poco más, su aliento rozando la oreja de Hale, pero sus ojos clavados en Gianni.

— Desde los quince años. Míralo... — su voz bajó a un susurro cargado de posesión —. Tiene mejor porte que muchos de los soldados que conocemos... y ni hablar de su entusiasmo.

Gianni apretó los puños dentro de los guantes. Los nudillos crujieron levemente. Una ola de furia fría, pura y letal, lo inundó. Mantenía la respiración controlada, el rostro impasible, mientras por dentro ardía.

Hale, con un movimiento rápido y experto, sujetó la muñeca de Corlys cuando su mano comenzó a descender peligrosamente hacia su abdomen.

— Mi chica dorada tiene un perro guardián — dijo, su tono era de advertencia disfrazada de complicidad —. ¿Recuerdas a Walton? La protege como si estuviera hecha de oro. Implacable.

Corlys puso una mirada pícara, fingiendo pesar.

— ¿Cómo olvidar a Walton? Es de los pocos que vale la pena intentar corromper. Pero no da ni la hora del día. Un bloque de hielo con medallas.

Hale posó su mano libre sobre la nuca de Susana. Un contacto demasiado íntimo, demasiado dominante. Se inclinó hacia ella, sus labios rozando su oreja mientras murmuraba algo que solo ella pudo oír.

— ¿Por qué no me muestras cómo te gusta romper a tu juguete dorado?

Gianni vio cómo los ojos de Corlys se oscurecían de deseo inmediato. Ella sonrió, una curva lenta y peligrosa, antes de girar bruscamente hacia Gianni, su expresión endureciéndose en un instante.

— Espérame en la cámara — ordenó, un latigazo verbal que no admitía réplica.

Gianni asintió, un movimiento mínimo y preciso de la cabeza. Sin una palabra, sin una mirada de más, giró sobre sus talones y se marchó. Sus pasos resonaron en el pasillo desierto, eco de una sumisión forzada que le quemaba el alma.

«Un perro bien entrenado», pensó con amargura cínica.

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