El portazo de la enorme puerta de roble resonó como un disparo en el silencio helado del vestíbulo de la mansión Volkov. El sonido apenas amortiguó el grito agudo y destrozado de Sasha, una ráfaga de veneno dirigida a los guardias inmóviles que flanqueaban la entrada como estatuas de ébano.
— ¡¿Estaban ciegos?! ¡¿Sordos?! ¡Inútiles! ¡Traidores! — escupió, su voz temblaba, no de miedo, sino de una rabia impotente que la envenenaba por dentro. Señaló con un dedo acusador, tembloroso, a cada rostro impasible. — ¡Estaban ahí! ¡Vieron cómo ese mocoso insolente me mancilló! ¡Y ninguno movió un dedo! ¡Son basura! ¡Basura mal pagada que debería estar de rodillas pidiendo perdón! — Su aliento salía en jadeos cortos, el vestido de seda de su bata se había desajustado, revelando un escote palpitante de furia.
Los guardias, Serguéi a la cabeza, mantenían la mirada fija al frente, más allá de ella, hacia la nada. Ni un músculo se tensó. Ni un parpadeo traicionó emoción alguna. Su lealtad no era a Sasha; era a la sangre Volkov, al poder que emanaba de los muros de piedra, no del histrionismo borracho de una mujer despreciada. Su inacción fue el silencioso, más brutal de los desprecios.
Sasha soltó un gruñido gutural, un sonido animal. La humillación infligida por Gianni, combinada con la indiferencia de sus propios perros guardianes, hirvió hasta un punto de ruptura. Su mano, aun temblando por el agarre de acero del joven, se lanzó hacia la única cosa que podía controlar: Ivanka.
Agarró un puñado del cabello negro como la noche de su hija, justo en la nuca, con fuerza suficiente para arrancar. Ivanka emitió un grito ahogado, más de sorpresa que de dolor físico, pero fue arrastrada hacia adelante, tropezando sobre las baldosas de mármol pulido.
— ¡Ramera! — el insulto era un látigo, salpicado de saliva. — ¡Inútil! ¡No sirves ni para mantener tu lugar! ¡Crees que ese niño te quiere? ¡Solo quiere lo que todos quieren de ti! ¡Tu cuerpo! ¡Tu nombre! ¡Eres moneda de cambio, Ivanka! ¡Moneda de cambio! ¡eres la puta más cara de la organización!, ¡la más deseada!, ¡entiéndelo! — La arrastró hacia el centro del vestíbulo, bajo la luz fría de una araña de cristal de Bohemia, hasta detenerse frente a un enorme espejo veneciano enmarcado en oro oscuro.
Sasha giró a Ivanka hacia el reflejo. Con su mano libre, la que no sujetaba el cabello, agarró la cara de su hija. Los dedos, adornados con anillos pesados, se clavaron en las mejillas pálidas de Ivanka, hundiendo la carne, distorsionando sus rasgos. Las lágrimas que Ivanka había logrado contener hasta entonces brotaron, silenciosas y ardientes, surcando el maquillaje impecable.
— ¡Mírate! — siseó Sasha, acercando su rostro al de Ivanka reflejado, su aliento a vodka rancio golpeando su piel. — ¡Mírate bien! ¡Patética! ¡Débil! ¡Inútil! — Cada palabra era un martillazo. Sacudió a Ivanka, zarandeándola como un trapo. — ¡Tú eres la joya de la Bratva! ¡La princesa Volkov! ¡Y no eres más que esto! ¡Lágrimas y miedo!¡Lo único que tienes es tu belleza! ¡Y la desperdicias con niños patéticos que no te darán poder, solo vergüenza! ¡Tú eres mía, Ivanka! ¡Mía! — El grito fue desgarrador, un reclamo de propiedad enfermizo. — ¡Y yo decido quién te posee! ¡Yo decido tu valor! ¿Entendiste?
Ivanka cerró los ojos, incapaz de soportar la visión distorsionada de sí misma bajo las garras de su madre ni el odio reflejado en sus propios ojos azules, ahora empañados. Asintió, un movimiento convulsivo, casi imperceptible. Un sollozo ahogado escapó de su garganta.
Sasha la soltó de un empujón brutal. Ivanka cayó de rodillas sobre el frío mármol, el impacto resonando en el silencio súbito. Su cabello negro cubría su rostro como un velo de duelo.
— Límpiate esas lágrimas y arréglate el maquillaje — escupió Sasha, ajustándose su bata con un gesto brusco, como si tocara algo sucio. — Te ves patética. Como una puta barata que llora por su primer cliente.
Sin mirar atrás, Sasha se dirigió hacia el salón principal, sus pasos resonando con furia contenida. Ivanka permaneció arrodillada un instante, temblando, las palabras de su madre martillando su mente con más fuerza que los dedos:
"La joya de la Bratva. La puta más cara de la organización."
Una nueva lágrima, caliente y amarga, cayó sobre el mármol pulido, formando una estrella oscura y efímera.
La chica del club, la depredadora que había desafiado a Gianni, había desaparecido. Solo quedaba una niña asustada, marcada.
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Sasha se sirvió vodka directamente de la pesada botella de cristal tallado sobre el bar. El líquido claro brilló bajo la tenue luz. Dio un trago largo, abrasador, sintiendo el fuego bajar por su garganta, pero no lograba apagar el hielo en su pecho, el veneno de la humillación. El rostro de ese joven insolente, sus ojos verdes llenos de un desprecio que traspasaba su propia máscara de desdén, la quemaba por dentro. Con un grito ahogado, lanzó la copa de cristal contra la chimenea de mármol negro. El estruendo de la explosión fue catártico, seguido por el tintineo de mil esquirlas cayendo sobre la alfombra persa.
— ¡Serguéi! — rugió, su voz rasgada.
Como surgido de las sombras mismas, el guardaespaldas principal apareció en el umbral del salón. Alto, ancho como un armario, rostro tallado en granito, ojos grises como el acero de invierno. Ni una pizca de emoción perturbaba su semblante. Se detuvo a una distancia respetuosa, esperando.
Sasha se volvió hacia él, los dientes apretados, los ojos inyectados.
— ¿Quién m****a era ese niño? — escupió, el título "niño" cargado de todo su desprecio.
Serguéi no pestañeó. Su voz fue un murmullo grave, neutro, como el rumor de una roca.
— Un amigo de la señorita Ivanka, gospozha.
Sasha dio un paso adelante, señalándolo con un dedo que temblaba de rabia.
— ¡No quiero volver a verlo cerca de Ivanka! ¡Nunca! ¿Me oíste? ¡Nunca! — Su grito era una orden, un edicto.
Serguéi inclinó la cabeza en un movimiento único, preciso. Un asentimiento. No de sumisión, sino de reconocimiento. Como un soldado que registra una orden, no su moralidad.
Sasha hizo un gesto brusco con la mano, como espantando a una mosca.
— Fuera. — La palabra fue un latigazo.
Serguéi se dio media vuelta y desapareció tan silenciosamente como había llegado, dejando a Sasha sola con los restos de su ira y el eco de su propia soledad resonando entre las paredes opulentas y vacías.
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El amanecer filtró una luz fría, plateada, a través de las altas ventanas del dormitorio de Ivanka. Estaba de pie frente al espejo del tocador, vestida con el estricto uniforme del instituto de élite: falda plisada gris oscura, blazer azul marino, camisa blanca impecable. Sus manos, firmes ahora, aunque pálidas, se movían con precisión para recoger su cabello negro en una coleta severa que acentuaba la pureza glacial de sus rasgos. Los ojos azules, sin rastro de las lágrimas de la noche, eran lagos congelados, impenetrables. Solo una ligera sombra violácea bajo uno de ellos, apenas disimulada con corrector, delataba la violencia de Sasha.
Las palabras, sin embargo, seguían ahí, grabadas a fuego: "La puta más cara de la organización." Un estigma, un destino. Respiró hondo, conteniendo el temblor que amenazaba con regresar. Se puso el blazer, ajustándolo con un tirón brusco, como una armadura.
Bajó las escaleras principales con la cabeza alta, la espalda recta. La mansión estaba en silencio, solo el crujido de sus zapatos de charol sobre el mármol rompía el vacío. Serguéi la esperaba junto a la puerta principal, imperturbable como siempre. Abrió la pesada puerta.
El aire gélido de la mañana la golpeó en el rostro, un bálsamo. Pero lo que la hizo detenerse en seco, con un leve espasmo de sorpresa que solo Serguéi, atento como un halcón, podría haber notado, fue lo que había estacionado junto a la imponente verja de hierro forjado.
Un Aston Martin DBS, negro como el ala de un cuervo, brillando bajo la débil luz invernal. Y apoyado contra él, con una elegancia despreocupada que parecía desafiar el frío, estaba Gianni Giorgetti. Vestía un traje de lana gris oscuro, impecablemente cortado, la camisa blanca abierta un botón más de lo estrictamente necesario, revelando el mismo colgante de plata antigua. Sus ojos verdes, hipnóticos incluso a esa distancia, la capturaron inmediatamente. Una sonrisa lenta, cargada de cinismo y una satisfacción profunda, curvó sus labios al verla.
Ivanka sintió un vuelco extraño, peligroso, en el estómago. El corazón, disciplinado hasta ese momento, aceleró su ritmo contra su voluntad. Avanzó por el camino de gravilla, Serguéi a dos pasos detrás, una sombra silenciosa y vigilante.
— ¿Qué haces aquí? — preguntó Ivanka al llegar a su altura, su voz más fría de lo que pretendía, un intento de reconstruir las defensas derribadas por la sorpresa.
Gianni no respondió de inmediato. Se inclinó dentro del coche y emergió con un ramo. No eran las flores esperadas. Rosas. Pero no cualquiera. Rosas de un rojo tan profundo que parecía negro a la sombra, casi aterciopeladas, mezcladas con otras de un negro intenso, casi irreal, como talladas en ébano. Un contraste brutal, hermoso y perturbador. Se lo ofreció.
— Vine a llevarte al instituto, Iskra — dijo, su voz un susurro sedoso que cortaba el aire frío. Sus dedos rozaron los suyos al entregarle las flores.
Ivanka tomó el ramo. Las espinas, afiladas y oscuras, presionaban contra el papel de seda negra que las envolvía. Sintió su peso, su fragancia intensa y ligeramente amarga. Fascinación y una extraña punzada de temor se entrelazaron en su pecho. El corazón le latía con fuerza contra las costillas, un tambor rebelde que no podía controlar.
Gianni, educado como un príncipe de leyendas oscuras, tomó su mano libre. Inclinó la cabeza y depositó un beso en sus nudillos. El contacto de sus labios fue cálido, fugaz, pero dejó una huella invisible. Levantó la vista, sus ojos verdes atrapando los suyos azules.
— ¿Me permite escoltarla, gospozhitsa? — preguntó, usando el término ruso para "señorita" con una formalidad que era puro teatro.
Ivanka miró las rosas rojas y negras, luego a él. La advertencia de su madre, la orden a Serguéi, todo palideció ante la intensidad magnética de su presencia, ante la promesa tácita en esos ojos. Asintió, un simple movimiento de cabeza.
— Da (Sí) — susurró.
Gianni sonrió, un destello de triunfo bien disimulado. Abrió la puerta del lujoso deportivo con un gesto amplio. Ivanka se deslizó en el asiento de cuero perfumado, el ramo de rosas oscuras en su regazo como un talismán siniestro. Serguéi y los otros dos guardaespaldas, silenciosos como espectros, ocuparon un Range Rover negro que había estado esperando. Los motores ronronearon, rompiendo el silencio de la mañana.
Mientras el Aston Martin se deslizaba por las calles aún adormecidas de San Petersburgo, Gianni miraba de reojo a Ivanka. Ella observaba la ciudad pasar, fingiendo indiferencia, pero la tensión en su mandíbula, la forma en que sus dedos acariciaban inconscientemente los pétalos negros, lo delataban.
«La red se teje con seda, no con acero» pensó Gianni, una sonrisa apenas perceptible jugando en sus labios. «La presa debe tropezar hacia el centro, creyendo que cada paso es su propia elección. Voluntaria. Deseada»
El juego era exquisito.
Llegaron al imponente edificio neoclásico del instituto. Gianni detuvo el coche, salió y, con la misma caballerosidad peligrosa, abrió la puerta para Ivanka. Ella descendió, el uniforme azul marino contrastando brutalmente con las rosas oscuras que sostenía.
— Gracias por el viaje, Gianni Giorgetti — dijo, su voz recuperando algo de su frialdad habitual, pero sin la fuerza de antes.
Él hizo una leve inclinación.
— No hay nada que agradecer, Iskra. — sus ojos verdes la sostuvieron. — Te dije anoche que te daría todo el tiempo del mundo. Toda una vida. — La repetición de sus palabras de la víspera fue un eco íntimo, un recordatorio del pacto iniciado en la penumbra del club. — Un caballero cumple sus promesas.
Un rubor leve, como el primer toque del sol en la nieve, tiñó las mejillas de Ivanka. Desvió la mirada, un gesto rápido, casi de adolescente, que Gianni atrapó con avidez.
— Do svidaniya, Gianni — murmuró, y se dio la vuelta, caminando hacia las grandes puertas del instituto con la espalda recta, la coleta negra oscilando rítmicamente, las rosas rojas y negras como un estandarte de guerra contra el gris del mundo.
Gianni la observó hasta que desapareció en el interior, su figura estilizada tragada por la sombra del portalón.
«Tan frágil», pensó, el análisis clínico de un entomólogo ante un espécimen raro. «Tan inocente bajo la escarcha. Tan perfectamente... moldeable»
La satisfacción era un licor dulce y oscuro en sus venas.
En ese momento, un sonido estridente e implacable destrozó el silencio relativo de la mañana. El teléfono celular de última generación en el bolsillo interior de su chaqueta vibraba con insistencia agresiva. Gianni lo sacó. La pantalla mostraba un nombre que hizo que toda la calma depredadora se evaporara de su rostro, reemplazada por una máscara instantánea de asco puro, visceral: Capitana Susana Corlys.
Un gruñido bajo, casi inaudible, escapó de sus labios. Sus dedos, largos y cuidados, apretaron el teléfono con tal fuerza que el cristal de la pantalla crujió en protesta. La imagen de la capitana de la DIGE: su pelo teñido de un rubio agresivo, sus ojos pequeños y avariciosos escudriñando siempre con desprecio, su sonrisa de hiena satisfecha; se superpuso a la elegancia del instituto, contaminando el aire.
«Escoria» el pensamiento fue un veneno. «Hiena vestida de autoridad»
Desvió la llamada con un movimiento brusco del pulgar, como si tocara algo infectado. Pero sabía que era solo un aplazamiento. Un aplazamiento corto. Tenía que ir a la base de la DIGE en San Petersburgo. Directo a las garras de esa mujer. La rabia, fría y afilada como una daga de hielo, se enroscó en su estómago. No era solo fastidio; era un odio profundo, una sed de violencia reprimida que hacía que sus músculos se tensaran bajo el traje impecable. Cada interacción con Corlys era una profanación, un recordatorio de las cadenas que, por ahora, tenía que soportar.
Miró una última vez hacia las puertas cerradas del instituto, hacia donde había desaparecido Ivanka. La araña roja, su proyecto fascinante, su redención en este juego perverso. Luego, arrancó el Aston Martin con un rugido que fue un desafío a la ciudad, a Corlys, al destino. La partida en el instituto había terminado por ahora. Otra, mucho más sucia y peligrosa, lo esperaba en las sombras grises de la DIGE. Y Gianni Giorgetti entraría en ella con una sonrisa de depredador y el sabor del asco, como ceniza, en la boca.