El silencio que siguió a la pregunta de Gianni fue tan denso que el crujido del mantel bajo los dedos del Pakhan resonó como un disparo. La tensión no se disipó; se solidificó, convirtiendo el aire en vidrio frágil. Luego, con una calma que helaba la sangre, Viktor Volkov, el Pakhan, tomó su tenedor. Pinchó un bocado de huevo revuelto con salmón, se lo llevó a la boca y comenzó a masticar. El acto mundano era obsceno en su normalidad, un contraste brutal con el arma que seguía descansando a su lado, el jugo de uva como sangre seca en los dedos de Giani, y las palabras de posesión e infierno que aún flotaban en la habitación.
— ¿Qué tienes para ofrecer, Gianni Giorgetti? — preguntó el Pakhan entre bocado y bocado, su voz un rugido contenido que vibraba en los huesos. Sus ojos azules, helados como los glaciares siberianos, no se apartaban de Gianni.
Gianni, imitando su calma diabólica, tomó un blini. Lo untó con caviar negro, un gesto deliberadamente lento, antes de llevárselo a la boca