La mansión de Gregory Voloshyn, oculta en los bosques bálticos, era un santuario de oscuridad y arrogancia. En su estudio, iluminado solo por el fuego crepitante de la chimenea y una lámpara de escritorio de bronce, Gregory ocupaba un trono de ébano tallado con garras de lobo. Un vaso de whisky de malta de 50 años tintineaba suavemente en su mano mientras sus ojos ávidos devoraban los informes esparcidos sobre el escritorio: fotografías de Ivanka entrando a un hotel de Las Vegas, transcripciones de llamadas interceptadas, análisis de sus movimientos financieros. Un espía de bajo perfil, agazapado en la sombra, esperaba instrucciones.
En la pantalla plana empotrada en la pared de roble, el noticiero ruso repetía el segmento de Anna Petrova: "¡La legítima reina del hielo ha regresado! Ivanka Volkova, la niña mimada, queda eclipsada..." Gregory soltó una carcajada larga, resonante, que llenó la estancia. No era alegría genuina, sino el sonido de un depredador saboreando la agonía de su p