La casa estaba en silencio, como si respetara la calma tibia de un domingo sin compromisos. La lluvia había comenzado a caer con lentitud, pintando la ventana con pequeñas líneas plateadas. Afuera, el mundo parecía en pausa. Adentro, Aitana revolvía una olla de sopa mientras Ámbar, con los pies descalzos sobre el sofá, escribía algo en su cuaderno de tareas.
-Mamá... -dijo, sin levantar la vista-. ¿Alguna vez hiciste algo que todavía te duela, aunque ya pasó?
Aitana paró la cuchara en el aire. Miró a su hija, que ahora garabateaba su nombre con letras grandes, y luego regresó al fuego.
-Sí. Muchas cosas.
-¿Me lo puedes contar? Es para una tarea, pero... también es para mí.
Aitana apagó la hornilla, se secó las manos, y se sentó en la mesa con una taza humeante. Ámbar se le unió poco después, con el cuaderno cerrado sobre el regazo.
-¿Sabes? Durante mucho tiempo, pensé que si cometía errores, ya no merecía cosas buenas. Que si me equivocaba, perdía valor. Me llevó años entender que eso