La primera vez que Aitana se tatuó lo hizo por impulso.
Tenía veinte años, un corazón roto, y la sensación urgente de querer marcar algo que la distrajera del dolor. Eligió una palabra corta, mal definida, con un trazo delgado en la costilla: "libre". Irónicamente, en ese entonces, no lo era.
Desde entonces, el tatuaje había quedado ahí, como una especie de promesa no cumplida. Una cicatriz decorada. Una mentira que con el tiempo se volvió un recordatorio.
Ahora, quince años después, estaba sentada en un estudio distinto. No era clandestino, ni improvisado. Era luminoso, con paredes blancas, plantas colgantes, música suave. A su lado, Ámbar hojeaba un cuaderno de bocetos con interés. Su hija ya sabía a qué venían. Lo habían hablado durante semanas.
-¿Segura? -preguntó la tatuadora con tono calmo, justo antes de encender la máquina.
Aitana asintió.
-Sí. Quiero cerrar una etapa. Y honrar otra.
El diseño era sencillo. Caligrafía cursiva, tinta negra, sobre el antebrazo izquierdo: "Jelly"