Había algo en los lunes que siempre cargaba con una energía distinta. Como si el fin de semana tuviera el poder de resetear el drama y renovar los suspiros. Aitana llegó temprano al Spa Luna, con una coleta alta y su uniforme negro bien planchado. El primer turno le daba un par de horas de silencio antes de que empezaran las historias, los chismes y los esmaltes flúor a desfilar.
Se sirvió un té de frutos rojos y se sentó junto al mostrador, repasando mentalmente su lista del día: cinco manicuras, dos tratamientos de parafina, un diseño a mano alzada. Podía con eso. Lo que no podía, era con lo que su cuerpo empezaba a evidenciar: los senos sensibles, el sueño que llegaba en ráfagas, ese olor a acetona que ahora le revolvía el estómago.
Pero aún no estaba lista para contarlo.
La campanilla de la entrada sonó, suave pero metálica. Aitana ni siquiera levantó la vista. Imaginó que sería otra clienta nueva o alguna de las promotoras de siempre, las que llegaban con fotos de Pinterest y la