El tren costero se alejaba lentamente de la estación, mientras la brisa cálida del sur comenzaba a filtrarse por las ventanas abiertas del vagón. Aitana sostenía la mano de Ámbar con fuerza suave, como si el trayecto fuera también una forma de soltar miedos antiguos. El equipaje era mínimo: una mochila con protector solar, libros, un vestido de repuesto y las ganas de desaparecer, por unos días, del mundo que siempre exigía más.
-¿Cuánto falta para ver el mar? -preguntó Ámbar, casi susurrando.
-No mucho. Pero sí lo suficiente para que aprendas a esperarlo -respondió Aitana con una sonrisa, acariciándole los dedos.
Llegaron a la playa al mediodía, cuando la luz caía sin piedad sobre las veredas del pueblo. La posada era sencilla, de paredes blancas y celosías azules, regida por una mujer que parecía haber vivido mil veranos sin perder la dulzura. Les entregó una habitación en la planta alta, desde donde se escuchaba el rugido calmo de las olas.
La primera caminata por la orilla fue sil