Los dedos de Damián comenzaron a explorar con lentitud, deslizándose peligrosamente hacia donde Emma ardía en silencio. Un suave gemido escapó de sus labios, pero él se inclinó de inmediato para sellarlo con un beso profundo, húmedo, devorador.
—No podemos... —susurró ella entre jadeos—. Damián, no aquí...
—¿Por qué no? —sus dedos no se detuvieron. Al contrario, se movían con una osadía deliciosa, como si quisieran desafiarla a gemir otra vez.
—Nos podrían escuchar... —respondió temblorosa.
Damián alzó una ceja, divertido. Se acercó a su oído y le murmuró con descaro:
—Entonces no hagas ruido.
Emma cerró los ojos, mordiéndose el labio con fuerza, mientras él se reincorporaba para inclinarse sobre su cuerpo. Sus labios iniciaron u